Hace ya años que aquí, en Público, dejé de hacer entrevistas y reportajes sobre violencia de género. Durante ese tiempo di voz, toda la que pude, a mujeres víctimas de violencia machista pero también se la di a aquellas a las que el sistema judicial no amparaba como se esperaba.
Cada miércoles, cuando termina el programa del documental de Rocío Carrasco, tengo cientos de mensajes en solicitudes donde muchas mujeres me cuentan sus casos, piden ayuda (ojalá yo pudiera atenderlas si supiera de todo), tienen la necesidad de compartir su angustia y muestran una y otra vez los fallos del sistema.
Siempre he dicho que se comete un grave error si la población ve el documental de Rocío Carrasco como algo aislado. Un error tanto para ella como para el resto de las mujeres. En el primer caso, porque esas ideas insistentes sobre su figura como la mala mujer o la mala madre solo pueden entenderse en el contexto del machismo y de la violencia de género. Recuerdo que su caso fue derivado a un juzgado de violencia contra la mujer.
La gente debe comprender que su caso no es el único, sino que lo que a ella le ocurre le sucede a cientos de mujeres en este país que apenas tienen voz y que son señaladas de lo mismo: de locas, de malas madres, de malas mujeres que hablan para fastidiar y hacer daño. Ese es el imaginario machista.
Cada vez que me siento en ese programa no dejo de acordarme de esas otras mujeres que vivieron algo muy parecido o incluso peor aún que Rocío Carrasco. Mujeres que también tienen un nombre propio. No dejo de recordar a Ángeles González y a su hija asesinada por su padre después de denunciar la situación de peligro más de cincuenta veces, a Itzíar Prats y a sus hijas asesinadas tras considerar que su caso era de riesgo bajo, a Juana Rivas y que su denuncia guardada en un cajón no se tramitara al momento, a Karen Gutiérrez, Sara #MamáEstáCastigada o Irune Costumero, con su lucha contra el SAP o la denuncia de que le devuelvan a sus hijos.
Todas ellas y muchas otras, cuyos casos no han llegado a la prensa, son mujeres y madres que han vivido la violencia vicaria en su propia piel y que han visto cómo el régimen jurídico, aquel que debía servir de justicia y protección para las mujeres y sus hijos, lo ha sido para todo lo contrario.
La sociedad siempre se ha quedado, como mucho, con el ideario de que la violencia de género es la violencia física, los golpes. La idea de que denuncies, te separes y fin de todo. Y no. No es así. En muchas ocasiones la violencia de género se perpetúa durante años aún fuera de la pareja, con el uso y la manipulación en los hijos e hijas, dejando secuelas tremendas que si no se reconocen terminan por romper para siempre con la relación materna.
Que hace poco se haya reconocido por ley la violencia vicaria y la prohibición del SAP (Síndrome de Alienación Parental) solo demuestra en cuánta soledad han estado muchas mujeres hasta ahora. Ojalá esa ley y ese reconocimiento no quede en papel mojado y garantice los derechos de esas mujeres y menores afectados. Sobre todo en unos puntos de encuentro que no tienen siempre personal especializado y no siempre protege el interés de los menores.
Aunque no tengan todas voz en los medios, la sociedad debe ser consciente de que los juzgados de violencia contra la mujer nunca están vacíos porque no son delitos aislados. Debe comprender que decenas de mujeres dan el paso de denunciar sabiendo que es la única solución pero que también supone un calvario para ellas mismas. Y sí, el sistema puede proporcionarles asistencia, pero muchas se encuentran con abogados de oficio con poca especialización de género, mediadores con sus hijos e hijas sin formación alguna de género y asistencia psicológica sin especialización en este tema donde, en ocasiones, las culpabilizan; o jueces que creen que beber justifica aún un maltrato y que perpetúan viejos mitos.
Hace unos días me preguntaban si se reabrirá el caso de Rocío Carrasco. Ya que ha tenido tanta proyección me gustaría que la propia justicia lo hiciera. No solo por Rocío, no por darle a ella un trato diferente a las demás, sino para que las mujeres que duden de la justicia tengan en ella un voto de confianza. Es una oportunidad de oro para que la justicia contribuya a dar garantías a las mujeres y que no tenga sobre ellas un efecto disuasorio. Bastante tiene ya con lo que han padecido, como para que el propio sistema las desampare, las señale como culpables y no proteja el interés de sus hijos e hijas con consecuencias irreparables.
Comentarios
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