Este fin de semana una intervención en la Moncloa ha despertado gran atención en redes sociales. No se trataba de la comparecencia tras un consejo de ministros, tampoco de un discurso del presidente, ni siquiera el esperado anuncio de crisis de gabinete para encarar la segunda parte de, más que una legislatura, un nuevo mundo tras una pandemia que, como una de esas relaciones difíciles que se agarran al corazón, sabemos que serán historia aunque nos cueste imaginarnos cómo seremos después de su paso por nuestra vida. El discurso al que me refiero duró tan sólo algo más de cuatro minutos y se pronunció en el acto Pueblo con futuro organizado por el ministerio de Transición Ecológica y Reto Demográfico. Quien lo pronunció fue la periodista y escritora Ana Iris Simón.
Ana Iris, a quien me refiero por su nombre por la admiración y amistad que le profeso, es la misma autora que ustedes ya conocerán por Feria, el celebrado libro que no para de agotar ediciones y cuya temática, una historia familiar, manchega y de clase trabajadora, una revelación personal de ese viaje del moderneo aspiracional a la desnudez de un presente inquietante, tiene todo que ver con el discurso al que nos referimos, uno que me atrevo a bautizar como el del día en que la valentía de lo obvio se impuso a la candidez de lo esperable. No debe ser fácil enlazar, delante de las máximas autoridades políticas del país, con una cortés aridez, la realidad de lo que para muchos ciudadanos de este país es un presente lleno de zancadillas vitales e indeterminación.
Ana Iris habló de sus padres, de cómo la vida de una familia de clase trabajadora hace tres décadas podía ser más estable de lo que es hoy la existencia de cualquiera dentro de ese mismo estrato social. Continuó con el progreso truncado que para las siguientes generaciones significó la Gran Recesión de 2008, pero que ya había hundido sus raíces en la conversión de España como un país de la periferia europea, desindustrializado, que salvo la década de la gran borrachera del crédito fácil, había quedado reducido a los servicios y al turismo. "La aldea global arruinó la aldea real", se atrevió a sentenciar la escritora como una patada a la entrepierna de Fukuyama y la UE, para pasar a hablar de esa natalidad pospuesta por la escasez de seguridades, de la recuperación de una soberanía que pase, más que por lo rojigualdo, por el trabajo, la vivienda y la oposición a un "capitalismo global" que importa personas empobreciendo aún más a sus países de origen: "Mientras que les pedimos a los inmigrantes que paguen nuestras pensiones, no les estamos permitiendo pagar las de sus padres ni las de sus abuelos".
"No habrá agenda 2030 ni plan 2050 si en 2021 no hay techo para placas solares porque no tenemos casas, ni niños que se conecten al wifi porque no tenemos hijos", finalizó Ana Iris, creando un silencio en el auditorio, como el que se hace cuando detrás del trueno sabemos de la tormenta y carecemos de refugio para evitar la inclemencia. Primer apunte importante: desconocemos cómo cayó en Moncloa el discurso, si nos atrevemos a aconsejar fervientemente a los allí presentes, entre los que se encontraba el presidente Sánchez, que tomen cumplida nota de las palabras de Ana Iris: justo se les votó para que reviertan la inercia neoliberal de estos diez últimos años. Aunque ahora cueste verlo este país cambió en la década convulsa, por eso hoy preside el consejo de ministros alguien a quien el sector involucionista de su partido trató de eliminar, por eso le acompaña en la tarea Unidas Podemos y por eso, probablemente, quien les dirigió estas palabras era una escritora de 29 años y no un intelectual de gesto circunspecto y palabra de las que permiten comer en Lhardy.
¿La respuesta al discurso de Ana Iris? Decepcionante a derecha e izquierda, los primeros por un incómodo oportunismo y los segundos por una ciega y pertinaz cobardía a admitir que el camino elegido no fue el acertado. No hablo tan sólo de figuras públicas o medios de comunicación, hablo también de ustedes, de todos nosotros, por la sencilla razón de que ya es hora de implosionar el mito de "la gente", eso a lo que en la anterior década se le atribuyeron cualidades semi-mágicas, obviando que la gente es siempre oportunidad y abismo, porque nadie nace sabiendo, por la clamorosa verdad de que la mayoría de sentidos comunes no nos pertenecen, o a lo sumo lo hacen como eso que decimos porque creemos que es lo que hay que decir.
Leer las respuestas al propio tuit de Ana Iris donde hacía pública su intervención, leer artículos y editoriales de la prensa liberal-conservadora era tan triste como grotesco. Lo único que la derecha parecía celebrar era que la escritora pronunció aquellas palabras delante de Sánchez, quedándose en el escenario pero olvidando el libreto. ¿A qué diablos piensa la derecha que se refería a Ana Iris con su crítica al capitalismo global? Literalmente a su proyecto, a una sociedad impulsada en los últimos cuarenta años por sus padres fundadores, Reagan y Thatcher, que ha vaporizado la certeza, la producción e incluso los valores sustituyéndolos por indeterminación, especulación y una promiscuidad ética donde el único principio válido es la codicia.
¿A qué diablos piensa la derecha que se refiere Ana Iris cuando habla de seguridad vital? A derechos laborales, a sindicatos fuertes, a una vivienda que vuelva a su función, la de guarecernos, usurpada por rentistas y fondos buitres norteamericanos. A la familia, ni siquiera un tipo concreto de familia, que pueda desarrollarse sin el sobresalto permanente del despido, la carestía de lo cotidiano y los modelos individualistas emocionales que cambian compromiso y solidaridad por consumo de cuerpos y rechazo al cuidado. A un mundo que existió, antes de la plaga de langosta neoliberal, donde, a pesar de todos sus desastres y desigualdades, las finanzas eran aún un método y no un fin ensimismado donde todo se postra ante ellas. En palabras de Zachary D. Carter, que a lo mejor les inspira más confianza por no ser manchego, que la economía se predisponga para resolver los problemas sociales, no para crearlos y esperar que la sociedad se adapte a ellos haciéndose más desigual.
Lo cierto es que quien les escribe espera ya muy poco de una derecha española, política, mediática y social, tan ensimismada en sus fantasías persecutorias de un gobierno "socialcomunista" que es incapaz de ver, incluso, cuando una roja, sin apellidos, les lanza una invectiva a ese punto al que están tan poco acostumbrados a enfrentar: el resultado de sus políticas de caos y postración ante los sacerdotes de Goldman Sachs, el BCE y Wall Street. Imbéciles ensimismados de nacionalismo españolista a los que les cuesta saber qué será de sus vidas en seis meses pero que votan encantados al trumpismo de Ayuso o al ultra-liberalismo de Espinosa de los Monteros, lo que en última instancia es Vox, a pesar de que de poner al portero de discoteca Abascal hablando de invasiones.
Pero, y aquí viene lo grave, si hay una postura triste, cobarde, patética y miserable es la de ese progresismo que ante el discurso de Ana Iris lo que ve es una amenaza y no una oportunidad, una de volver a pintar algo como fuerza política en Europa. Son los mismos torpes que llaman falangista a la escritora de Feria simplemente por expresar que la vida debería ser algo más que un triste devenir de ocupaciones sin sentido, los mismos que llamaron rojipardos a Julio Anguita, Manolo Monereo y Héctor Illueca -al actual director de la Inspección de Trabajo- por comentar en 2019 que la izquierda debería recuperar el concepto de soberanía, los mismos que machacaron a un tipo por escribir un libro donde se denunciaba que el progresismo había comprado del discurso neoliberal que asimila la diferencia y desigualdad. El berrinche viene de lejos, pero casi nadie se atreve a poner nombre a su causa: la ideología del progresismo liberal.
Si Cayetana Álvarez de Toledo, por citar una, resulta risible cuando atribuye el identitarismo político que nos ahoga a una conspiración del marxismo cultural, no son menos fallidos los que atribuyen a la izquierda la responsabilidad de los problemas, obvios y claros, que Ana Iris denunciaba en su discurso. El progresismo liberal es, precisamente, la ideología que casi ha acabado con la izquierda, y que se replica desde hace dos décadas en partidos institucionales como el PSOE pero también sin duda en Unidas Podemos. En esas otras organizaciones extramuros, más por impericia que por deseo, que va desde los pequeños partidos rebotados de la aventura morada y municipalista hasta todo tipo de iniciativas activistas. Que impregna el feminismo y, en menor medida, hasta los sindicatos. Y que por supuesto se replica sin control en los medios de comunicación progresistas y en ese cuerpo social que se tiene a sí mismo por la izquierda. Lo notable es que en todas estas organizaciones, en todo este cuerpo social, hay mucha gente, incluidos algunos de sus dirigentes, que distan mucho del progresismo liberal, pero que parecen no acabar de enterarse, o no parecen atreverse, a señalar el problema que les perjudica. No se trata de buscar nada nuevo, cuando lo nuevo existió y se ha marchitado en un quinquenio, se trata de reconducir lo existente.
El progresismo liberal coincide con la izquierda de la misma forma que una película indie norteamericana de los noventa coincide con el cine social britanico: ambas son películas, ambas parecen preocupadas por problemas sociales, ambas disienten en protagonistas, tratamiento formal y mensaje subyacente. Mientras que el progresismo liberal es una ideología de minorías y alteridades, la izquierda basa su fuerza en las mayorías trabajadoras. Mientras que unos se regocijan en la diversidad entendida como una competición de representaciones, la otra busca qué es lo que une a personas diferentes para buscar la igualdad. Mientras que una es relativista, la otra es universalista. Mientras que una se conforma con la políticas de lo simbólico la otra aspira a transformar la vulgaridad de lo real. Mientras que una ronronea con batallas culturales que siempre pierde, la otra entiende la cultura como el sustrato del poder. Mientras que una habla de privilegios y opresiones la otra atiende a lo concreto de la explotación. Mientras que una se pierde en justificaciones culturalistas acomplejadas, la otra busca el valor unificador del concepto de ciudadanía. Mientras que una está obsesionada con la narrativa, la otra se preocupa de los números. Mientras una busca el cambio en el individualismo de la revisión, la otra intenta la transformación de lo estructural y desde lo colectivo. Mientras que una habla de multitudes y del 99%, la otra entiende el potencial unificador de la realidad de clase. Mientras que el progresismo liberal es hoy mayoritario en casi todos los ámbitos de lo político, la izquierda ya sólo vale como nombre al que culpar de nuestras desgracias sin merecerlo.
Que Yolanda Díaz sea una de las ministras mejor valoradas del Gobierno, que Ana Iris venda edición tras edición, que los sindicatos estén volviendo a crecer en afiliación a lo mejor tiene que ver con que sus medidas, su discurso, su función apelan a problemas inmediatos, reales, reconocidos y masivos y no a una fantasiosa conspiración rojiparda, el último invento de un estéril progresismo liberal que, por mucha etiqueta de radical e independiente que se arrogue, no pasa de ser una ideología tan obsoleta como su contraparte derechista neoliberal.
Lo hemos avisado muchas veces, pero es siempre más fácil matar al mensajero que reconocer que toda una carrera política, o activista, tan sólo se ha basado en una virtualidad ideológica producto del desconcierto, las prisas y cierto espíritu de venganza desarrollada a partir de 1991 de aquellos que siempre tuvieron que ponerle apellidos al socialismo. Ustedes verán: si no atienden el camino que les marca, a voces, la realidad, lo harán otros, los de ese populismo ultraderechista especialista en disfraces. Nos merecemos una vida mejor, pero para eso, antes, nos merecemos una izquierda que recupere su razón de ser: ilustración, modernidad, soberanía y universalismo al servicio de la igualdad.
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