El tema del carácter de las izquierdas y sus guerras culturales es importante y vuelve a estar de actualidad. Está originado por su situación de crisis, su fragmentación y su desconcierto estratégico, así como por la disparidad de sus interpretaciones.
Una aproximación con muchas ideas interesantes es la Ignacio Sánchez-Cuenca (Las guerras culturales de la izquierda), uno de los sociólogos más significativos en España. Parto de ese diagnóstico común para avanzar en lo que considero más sustantivo: en qué sentido se debe promover su renovación para hacer frente a los retos del presente y futuro; por un lado, qué rasgos son válidos y necesitan una simple adecuación y, por otro lado, qué componentes son problemáticos y hay que superarlos.
Hay una primera dificultad sobre el propio concepto y expresión de izquierda. Sintéticamente, es un campo sociopolítico con varios criterios normativos y valores: relevancia de la igualdad social, garantía de la protección social y el Estado de bienestar, regulación del mercado con importancia de lo público, defensa de la democracia, las libertades y el pluralismo, solidaridad popular. Esos ejes, compartidos en la tradición de las izquierdas democráticas (socialdemócratas y eurocomunistas), no son exclusivos de las izquierdas ni todas han sido respetuosas con ellos, por ejemplo, existen prácticas burocrático-antipluralistas. Además cabe citar tres rasgos controvertidos en el encaje de estas corrientes que, aunque antiguas, han ido adquiriendo una nueva relevancia en la pugna social y cultural con distintas sensibilidades: la igualdad de género, la conciencia ecologista y la actitud antirracista y de solidaridad internacional.
A partir de esta posición básica compartida, me permito hacer unas observaciones con ánimo constructivo sobre varios problemas analíticos y de enfoque, algunos vinculados a errores interpretativos de las ciencias sociales dominantes desde los años sesenta y setenta. Me refiero a la clasificación dicotómica de tendencias y valores materialistas y postmaterialistas, derivado de la sociología anglosajona o, en la tradición francesa, la polarización entre posiciones estructuralistas y posestructuralistas (o posmodernas). Solamente cito a un sociólogo prestigioso, el francés Alain Touraine, cuyos límites interpretativos, en el marco de la crisis social actual, señalan el techo de la sociología convencional, tal como explico en el libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos (2015).
Primero, ¿por qué se asocia al movimiento ecologista, el antirracista o el feminista como culturales o postmaterialistas? Su acción colectiva se fundamenta, en el caso del primero, en transformar las estructuras productivas, vitales y de consumo que amenazan la sostenibilidad (física y material, incluido su habitabilidad) del planeta y, en el caso de los otros dos, en la desigualdad de estatus derivada de la raza o grupo étnico y del género, o sea, combaten las desventajas relacionales, distributivas y de poder de las mujeres y grupos subordinados. Por no citar otros problemas de actualidad vinculados a la ‘seguridad social’, como las demandas sobre la vivienda, la protección pública, la sanidad, la educación, lo laboral (paro/ERTES/precariedad), la fiscalidad y las pensiones.
En todos ellos se combina lo distributivo y la seguridad vital con la cultura (popular) de la justicia social y el deseo de un estilo de vida libre y decente. Existe una interacción ‘social’ entre lo material y lo cultural de la gente, y la ‘agencia’ es fundamental.
Segundo, ese esquema interpretativo material/postmaterial tampoco vale para valorar el proceso de protesta social simbolizado por el movimiento 15-M o la conformación de Unidas Podemos y sus confluencias, aliados y afines... incluso el propio sanchismo, con su reafirmación socialista ante la derecha y a favor de la alianza con UP y el bloque de la investidura y aun con sus inconsistencias estratégicas y teóricas.
Elementos fundamentales de esta década para las izquierdas y el cambio de progreso han sido la justicia social, la democratización, el cambio de sistema de representación política, la plurinacionalidad y la cuestión territorial o la formación de instituciones gobernadas por una coalición progresista. Todas esas transformaciones han tenido un gran componente subjetivo, de conciencia cívica y clima sociocultural y ético, pero no son (solo) culturales: afectan a reajustes distributivos, de relaciones de fuerza y de poder, que las derechas se encargan de recordar con su oposición visceral.
Las cuestiones ‘materiales’ son ‘sociales’, con un componente importante económico-laboral y de bienestar público, que el CIS no deja de confirmar como la preocupación principal de la sociedad. Dando un paso interpretativo podemos afirmar que lo que subyace a esa realidad inmediata es una desigual relación social y de poder que es lo que se difumina en la dicotomía material/postmaterial. Y valorar esa desventajosa relación social es la clave para articular la interacción entre las dinámicas sociales y las condiciones socioeconómicas, las estructuras sociales y de poder y las expresiones culturales.
Ambos campos, empleo-economía y Estado de bienestar, son ‘materiales’ u objetivos, conectados con lo cultural, con la subjetividad, incluida la ética de la justicia social y democrática. La conexión necesaria es una identificación igualitaria-liberadora del grupo subordinado específico y del conjunto de gente subalterna. Pero esa identidad, tal como detallo en "Identidades feministas y teoría crítica", no es solo cultural, es relacional; o sea, es reconocimiento público y práctica social para transformar el estatus desigual en las estructuras sociales. Aunque no todas desigualdades sean directamente económico-distributivas, tienen implicaciones según la clase social, el sexo, la etnia-raza...
Tercero, desde el punto de vista del análisis de clase, también hay que afinar. La mayoría de las élites de esos nuevos movimientos sociales (al igual que del movimiento sindical con el estatus de su alta burocracia), e incluido formaciones políticas como Unidas Podemos (y todos los partidos y la mayoría de las organizaciones sociales), SÍ son de clase media profesional, más o menos acomodada y muchas veces solo aspirante. Pero no lo son sus bases sociales, cuya mayoría es de clases trabajadoras. O sea, hay una variada composición interclasista (popular) en los movimientos sociales y fuerzas progresistas, y es preciso un análisis sociohistórico y relacional, tal como detallo en "Cambios en el Estado de bienestar".
Por tanto, una vez ajustado el análisis quedaría la dinámica convergente, el proyecto común y la necesaria renovación o innovación. Es el reto de las representaciones progresistas y de izquierdas y su intelectualidad, sin caer en el economicismo de cierta izquierda ni en el culturalismo de otros sectores. Pero la solución no viene por simple adaptación socioliberal como ha hecho la mayoría de la socialdemocracia europea, factor relevante de su crisis. En ese sentido, hay que destacar su carácter ambivalente, es decir, su pertenencia a la izquierda (sobre todo su base militante y electoral) y su vinculación con los grupos de poder (parte de su aparato institucional). Ese carácter doble de la socialdemocracia y las estrategias centristas o de tercera vía son factores explicativos de las dificultades para articular una apuesta unitaria y firme.
En definitiva, hay que integrar con diálogo y realismo todas las energías sociales progresistas de las capas populares en una articulación compleja y plural, en lo que defino como ‘nuevo progresismo de izquierdas’, de fuerte componente social, ecologista y feminista. Y superar el economicismo determinista o materialismo vulgar y el culturalismo o idealismo discursivo, ambos todavía persistentes, al igual que la vía centrista liberal. Hay que investigar desde la teoría crítica, así como promover la activación cívica y elaborar una estrategia política transformadora para una alternativa, sociopolítica y cultural, igualitario-emancipadora. Es lo que necesitan las izquierdas y los sectores progresistas.
Comentarios
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