Hay casos que marcan generaciones enteras y a mis 31 tengo claro que Alcásser, Nagore y la Manada forman parte de la constelación bajo la que las millennials hemos crecido. Y es por ello que la historia de cómo hemos llegado a aprobar una ley para la libertad sexual importa tanto, pues si de algo entendemos las feministas es de constelaciones. Este no es pues un artículo que sirva para resumir los puntos más importantes de la futura ley, sino una pequeña parte de la historia que está detrás. Porque esta ley de libertad sexual está hecha de millones de pequeños microrrelatos de mujeres que se atrevieron a contar lo que alguna vez les había pasado.
Hubo muchas otras mujeres antes que nosotras que crecieron al calor de la oleada de reacciones que produjo el asesinato de Ana Orantes en 1997. Una oleada que sirvió para empujar una serie de reformas legislativas que se traducirían en uno de los mayores avances de la legislatura del presidente Zapatero y de muchísimas feministas que empujaron aquella ley entonces. Estamos hablando de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género que marcaría un antes y un después en la protección de los derechos de las mujeres en nuestro país.
Así comenzaba su exposición de motivos, conjurando en ella años ya de activismo feminista: La violencia de género no es un problema que afecte al ámbito privado. Al contrario, se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad. Se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión. Y esta definición del problema estructural que supone la violencia contra las mujeres en nuestro país sigue hoy intacta, pero sin embargo hace mucho ya que existe un consenso sobre la necesidad de ensancharla. ¿ O es que solo sufrimos violencia las mujeres por parte de nuestras parejas? A lo largo de mi vida he tenido la oportunidad de comprobar que esto no es así, como por cierto también la mitad de las mujeres de este país según los datos de la última Macroencuesta de violencia de género.
Y es que las que hemos crecido al calor del terror sexual del que habla Nerea Barjola, y que aún no somos las esposas, hemos tenido también a cambio la fortuna de crecer en una generación feminista que le supo poner nombre a todas esas otras violencias. Somos las hijas, las hermanas, las amigas. Aquellas a las que se nos enseñó que había que luchar contra los malos tratos, pero que al volver sola a casa debíamos tener miedo. Aquellas que vimos a nuestras madres divorciarse y no querer saber más de nuestros padres pero a las que no se nos dieron clases de educación sexual. A las que se nos habló de virginidad y se nos recetó la píldora, pero no se nos contaron las consecuencias del virus del papiloma humano. A las que se nos dijo que había salida si nuestro marido nos pegaba lo normal, pero a las que nadie explicó que estaba bien decirle a nuestro rollo de esa noche que no querer seguir con una relación sexual era lo correcto. Somos las que vivimos el salto cualitativo y cuantitativo que supuso pasar del recuento de asesinadas del Ni una Menos, al contar cada pequeña violencia sufrida del MeToo. Somos las que hemos seguido tejiendo el hilo morado que ha permitido unirlo todo y afirmar que aquello que les pasaba a nuestras madres con sus maridos era lo mismo que nos estaba pasando a nosotras en la Universidad, en las redes sociales, en las fiestas del barrio, en el trabajo y en la cama. Y que claro que les había pasado a ellas también.
Y todas esas certezas, que no eran sólo nuestras, sino que eran la poderosa herencia que nuestras madres nos habían dejado; solo necesitaban ser nombradas. Y ahí comenzó todo. Recuerdo los acalorados debates parlamentarios sobre qué significaba en España legislar contra las violencias sexuales. Recuerdo las horas eternas de la subcomisión de diputadas que elaboró el Pacto de Estado contra la violencia de género y la referencia casi exigua a la necesidad de escribir una ley integral contra la violencia sexual. Recuerdo las conversaciones con Sofía Castañón, Patri Caro, María Freixanet o Elena Cardezo aquellos primeros días de 2018 que tímidamente presentamos nuestro primer borrador donde ya teníamos claro que esto iba de construir otra cultura sexual, una basada en el consenso y el consentimiento. A María Acale y Patricia Faraldo, que hablaban un idioma sublime, como es el derecho penal feminista. A Begoña San José, a Justa Montero, Begoña Marugán e Itziar Ruiz-Giménez, por ser nuestras mejores consejeras. Recuerdo llegar al Ministerio y tener claro que ésta era la clave de bóveda de un necesario cambio de paradigma en las políticas contra las violencias machistas en este país. Y vaya si lo teníamos claro, en un mes se había aprobado el Anteproyecto.
Pienso en Vicky Rosell y Amanda Meyer y todo el Feministerio, absolutamente incansables en una negociación que ha durado muchísimo más de lo que debería haber durado y que ha tenido poderosos enemigos, y , muy dolorosamente, enemigas. A María Naredo y Bárbara Tardón, que sin conocernos, las tres veíamos exactamente los mismos puntos brillantes en el firmamento. A Clara Alonso, Lidia Rubio y todo el equipo de AgitProp que ha contado todo lo que muchos señores de este país no querían oír. A Irene. A Irene, que ha hecho feminismo y valentía sinónimos. Y a mi madre. Que no necesito que me diga nada.
La ley de libertad sexual es una norma ambiciosa y pionera, que responde a los mandatos de los estándares internacionales. Es CEDAW y Estambul. Es una ley cuyo enfoque es el de los derechos humanos y la interseccionalidad, que tiene claro que o sirve para todas las mujeres o no sirve para ninguna. Que redefine la perspectiva penal sobre los delitos contra la libertad sexual, dándole más y más proporcionales herramientas a los operadores jurídicos, haciendo ese poder judicial un poquito menos patriarcal. Pero sobre todo, es una ley feminista porque da herramientas a un país entero para reconstruir una nueva cultura sexual. Una cultura que pase del sometimiento al consentimiento, que asuma, de una vez por todas, que las mujeres también tenemos agencia sobre nuestra libertad sexual. No solo se trata de que no nos violen. No solo se trata de poder decir que no. Se trata de que elijamos qué, cuándo, dónde y con quién. Se trata de que solo sí sea sí.
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