Quizá no seamos conscientes, pero estamos asistiendo al fin de la historia. No me refiero al que proclamaba Fukuyama. Me refiero a una forma de imaginar el pasado colectivamente. A cómo pensamos la historia y, por lo tanto, el presente y el futuro. O al revés, porque cómo entendemos el pasado tiene que ver inevitablemente con los valores del presente. Por eso hoy percibimos la conquista del sufragio universal o el final de la esclavitud como hitos positivos y la marcha sobre Roma de Mussolini, las purgas estalinistas o el caso Dreyfus como momentos de infamia.
Nuestra comprensión de la historia es resultado de un proceso político, social y cultural específico: no siempre se entendió que el racismo o la opresión de las mujeres fuera algo de lo que lamentarse. Los valores actualmente hegemónicos son el resultado del consenso que emergió tras la Segunda Guerra Mundial: los derechos humanos, la descolonización o la lucha por la igualdad de género siguieron al peor conflicto que ha existido y en buena medida tienen que ver con él—y con la terrible experiencia del fascismo que lo provocó.
Sin embargo, se está extendiendo ahora la idea de que la historia que defiende ese consenso es "progre" y que los valores que la sustentan son "políticamente correctos". Lo primero es falso. Esa percepción de la historia y esos valores han sido compartidos, desde mediados del siglo XX y con mayor o menor convencimiento, por conservadores, liberales y socialistas. Por quienes ganaron la Segunda Guerra Mundial. Lo segundo es cierto: son valores políticamente correctos, pues sobre ellos se fundan los sistemas políticos democráticos. Y también moralmente correctos, porque defender lo contrario—el racismo, la dictadura o el imperialismo—es un error moral. Pero es un error moral que cada vez más gente está dispuesta a presentar como virtud.
Parte de la derecha española, de hecho, que ejemplifica bien la ruptura con la lectura democrática de la historia. En los últimos meses ha apoyado que se levante una estatua a un guerrero colonial, que se elimine el nombre de una calle dedicada a un político demócrata y que se restaure en los callejeros la memoria de militares golpistas y de una unidad que combatió con los nazis. También ha afirmado—en el parlamento—que el golpe de estado que inició la Guerra Civil perseguía un fin legítimo: restablecer la ley. Así, una parte de la derecha ha decidido defender una historia que es hoy indefendible, que repugna—o debiera repugnar—a nuestra sensibilidad democrática.
Asistimos en estos momentos a un combate a escala global entre distintas concepciones del futuro y del pasado. Y nos encontramos con dos posturas enfrentadas: a un lado, la de quienes desean llevar el consenso que emergió de la Segunda Guerra Mundial a sus últimas consecuencias, hacerlo efectivo de verdad. Aquí hay que entender el derribo de estatuas y el cambio de calles: si la dictadura es execrable ¿por qué seguimos honrando a dictadores en el espacio público? Si el racismo es injustificable ¿por qué permitimos monumentos a traficantes de esclavos y héroes coloniales? Se trata de que la más pública de las historias—la que se cuenta en el espacio público—se sincronice con nuestros valores y con los libros de historia.
Al otro lado nos encontramos con quienes pretenden mantener estatuas y nombres de calles. Dicen defender la historia, pero lo que defienden es una interpretación de la historia: la que celebra la guerra, el imperio y la nación excluyente. Es, de hecho, el fin de la historia. Del relato del pasado compartido y consensuado, tolerante y liberal que ha sido hegemónico desde mediados del siglo XX. Una parte de la derecha se frota las manos con cada pequeño triunfo simbólico, porque lo ve como una derrota de la izquierda. Y no: es una derrota de todos. Porque la historia que algunos tildan de políticamente correcta no es de derechas ni de izquierdas. Es la forma democrática de entender el pasado. Y el presente.
Comentarios
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