"Los seis años transcurridos desde el Acuerdo de París han sido los más calurosos de los que tenemos constancia. Nuestra adicción a los combustibles fósiles está llevando a la humanidad al borde del abismo. Nos enfrentamos a una dura elección: o lo detenemos o nos detiene". Con estas palabras el Secretario General de la ONU, António Guterres, abría el acto inaugural de la tan esperada Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en Glasgow (COP26), hace algo más de una semana.
Después de dos años de espera –desde la celebración de la COP25 de Madrid en 2019– y una pandemia de por medio, la ciudadanía en todos los rincones del mundo sigue atenta las promesas de las y los líderes políticos. Pero, inevitablemente, una mezcla amarga de esperanza y hastío sobrevuela las negociaciones en la región escocesa. Como advertía la activista Greta Thunberg en el foro de la Juventud por el Clima de Milán semanas antes, llevamos 30 años de "bla bla bla" e inmovilismo a la hora de generar respuestas frente a la crisis climática. Y el planeta no puede esperar más.
La COP26 ha comenzado tras un verano marcado por episodios climáticos extremos –inundaciones, sequías e incendios– y el mensaje de "alerta roja" enviado por el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) a través de su sexto y último informe del pasado 9 de agosto. El grupo de expertas y expertos alertan de que el cambio climático ya está afectando "todas las regiones de la Tierra", y de que muchos de los daños serán "irreversibles" durante "siglos o milenios". Por ello, urgen a los gobiernos a llevar a cabo "reducciones fuertes, rápidas y sostenidas de los gases de efecto invernadero". Algo que pasa, sí o sí, por la eliminación de los combustibles fósiles.
El carbón: tachado de muerte lenta
En el quinto día de la COP26, una coalición de más de 40 países anunciaron un acuerdo para eliminar gradualmente la producción de energía a partir de carbón (el combustible que más emisiones genera en su quema). Y es que el objetivo de "relegar el carbón a la historia" ha sido un punto clave de la estrategia del Reino Unido como anfitrión de la Cumbre de Glasgow.
Mientras muchas organizaciones de la sociedad civil han celebrado la noticia, otras han criticado el plan de insuficiente y tardío: los países ricos tan solo se han comprometido a abandonar el carbón en la horquilla de "la década de 2030", una fecha poco ambiciosa. Algunas de las potencias que más emiten han quedado fuera del acuerdo.
Sea como fuere, abandonar el uso del carbón es uno de los puntos clave para limitar el aumento de la temperatura global. Es indiscutible. Su eliminación ha llegado a ser calificada como "el paso más importante para alcanzar el objetivo de 1,5 grados del Acuerdo de París". Sin embargo, quedan muchas preguntas en el aire sin resolver que comprometen la consecución de este objetivo. Entre ellas: ¿qué mecanismos se implementarán para contrarrestar el descontento de los operadores que han invertido en centrales eléctricas de carbón?
El elefante fósil de la Cumbre del Clima
Hay un escollo del que nadie hablará en la COP26 que puede minar cualquier acuerdo alcanzado estas semanas para reducir el uso de combustibles fósiles: el Tratado de la Carta de la Energía (TCE).
Se trata de un acuerdo internacional de los años 90 –firmado por 53 países de Europa, Asia y la UE en su conjunto– que protege las inversiones en el sector energético, pero sobre todo aquellas relacionadas con la industria del carbón, petróleo y gas. Solo en la UE, Reino Unido y Suiza, la infraestructura fósil protegida por el TCE asciende a 344.600 millones de euros, incluyendo oleoductos, yacimientos de petróleo y gas, así como centrales eléctricas de gas y carbón. En el caso del carbón, actualmente existen 61 centrales en todo el mundo que se benefician de la protección de inversiones que ofrece el Tratado, de las cuáles 50 se encuentran en Europa.
Gracias a su mecanismo de resolución de conflictos inversor-Estado (ISDS, por sus siglas en inglés), multinacionales e inversores extranjeros pueden disputar las decisiones soberanas de los gobiernos, aunque estas vayan encaminadas a proteger el clima y a la ciudadanía. El TCE les permite demandar a los Estados signatarios cuando consideran que han legislado en contra de sus beneficios económicos, presentes o futuros. Y las demandas no se resuelven ante tribunales ordinarios, sino ante un sistema paralelo de justicia en el que no hay jueces, tan solo tres árbitros privados que se reúnen a puerta cerrada y deciden si un país ha de pagar o no.
Uno de los ejemplos más recientes es el de las demandas de las energéticas alemanas RWE y Uniper contra Países Bajos por su decisión de prohibir la producción de electricidad a partir de carbón en 2030. Una ley aprobada en diciembre de 2019 que se incluye dentro del plan de descarbonización del país para cumplir con el objetivo del Acuerdo de París. Las dos compañías reclaman al Gobierno holandés alrededor de 2.400 millones de euros en compensación por vulnerar sus expectativas de ganancias debido a las implicaciones que tendrá esta medida en el cierre de sus centrales que operan en el país, las cuales empezaron a funcionar a partir de 2015.
Pero existen muchos más casos. Italia se enfrenta a una demanda de 350 millones de euros por denegar un permiso de exploración petrolífera en sus costas a la compañía británica Rockhopper Exploration. Eslovenia podría verse obligada a pagar 120 millones a la empresa británica Ascent Resources por solicitar una evaluación de impacto ambiental a un proyecto de fracking. Y Alemania acumula dos demandas por prohibir la energía nuclear tras el accidente de Fukushima y por elevar los estándares de calidad del agua del río Elba para proteger la fauna y flora.
Durante la última década la industria fósil ha recurrido cada vez más al TCE para desafiar cambios en las políticas energéticas de los países ante tribunales privados. Una dinámica que se espera que continúe al alza durante los próximos años si los países no actúan de forma contundente.
¿Dónde están los recortes a los subsidios fósiles?
Otro tema que brilla por su ausencia en las negociaciones de la COP26 es la eliminación de subvenciones a la industria fósil. Y es que, aunque pueda sorprender, cada año las compañías de combustibles fósiles reciben miles de millones de dinero público. Solo en 2020, los países del G-20 proporcionaron conjuntamente casi 600.000 millones de dólares en subsidios y otros apoyos para estas actividades. Estas ayudas colaboran a que la industria más nociva del planeta se mantenga viva a pesar de la urgencia de reducir las emisiones. Y nadie se atreve a tocar esta bomba de oxígeno de la energía fósil, ni siquiera en una Cumbre del Clima decisiva para el futuro del planeta. Pero, ¿qué hay detrás? ¿A qué presiones invisibles están sometidos los Estados?
Es de sobra conocido que el TCE también puede tener un efecto disuasorio en los gobiernos a la hora de tomar decisiones valientes para proteger el clima. En palabras del científico español Fernando Valladares: "Es completamente incuestionable que el tratado hace temblar a muchos países a la hora de reorientar su política energética. Ante un posible escenario de demandas multimillonarias que comprometen los presupuestos públicos, a veces los gobiernos prefieren pensárselo dos veces". Y esto mismo se puede aplicar a los subsidios en combustibles fósiles: su retirada podría desembocar en una oleada de demandas contra los Estados en cuestión.
Nunca podremos conocer el número de leyes y medidas imprescindibles que se han quedado en un cajón a causa de este tratado. Tampoco podemos predecir qué medidas podrían desencadenar nuevas demandas. Lo que sí sabemos es que el TCE es un cheque en blanco para las multinacionales e inversores y un freno a la transición energética.
Jaque mate a las arcas públicas
Hasta la fecha existen 142 demandas conocidas bajo el TCE y una cantidad total reclamada a los Gobiernos signatarios de alrededor de 52.000 millones de euros, lo que equivale a más de la mitad del fondo anual de adaptación al cambio climático para los países del Sur global, prometidos en la cumbre de Copenhague de 2009.
El 1 de noviembre veíamos a Pedro Sánchez anunciar que España incrementará un 50% la financiación contra el cambio climático, para llegar así a los 1.350 millones de euros anuales en 2025. Una cifra que salta a la vista si consideramos la deuda que acumulan las arcas públicas españolas bajo el TCE.
España ha recibido 50 demandas por los cambios legislativos en los subsidios a las energías renovables entre 2008 y 2014. Con 18 demandas resueltas a favor de los inversores, ya ha sido condenada a pagar 971 millones de euros en concepto de indemnización, pero la suma total reclamada supera los 10.000 millones de euros. Es decir, España tiene que pagar casi la misma suma que Pedro Sánchez se ha comprometido a aportar en la lucha contra la crisis climática, pero podría tener que llegar a desembolsar 7,5 veces esta cantidad.
Continúa la modernización abocada al fracaso
De forma paralela a la COP26, ha dado comienzo la octava ronda de negociaciones para modernizar el TCE. Un proceso abocado al fracaso que comenzó hace ya dos años y que se dilata indefinidamente en un tiempo que no tenemos.
Hasta la fecha no se ha avanzado nada en la eliminación de la protección de las inversiones en combustibles fósiles. La propuesta más ambiciosa que hay encima de la mesa –de la Comisión Europea (CE)– blindaría las inversiones en energía fósil durante otros 10-20 años. Y aún así, países como Kazajistán ya han mostrado su rechazo. Otros países como Azerbaiyán, Turkmenistán o Japón, cuyas economías dependen directamente del petróleo, el carbón o el gas, son claros detractores de cualquier reforma que implique el abandono de la energía fósil. Un hecho decisivo ya que para modificar el Tratado se requiere la unanimidad por parte de las 53 partes signatarias del TCE.
A pesar de las buenas palabras que estamos viendo por parte de un gran número de países en la Cumbre de Glasgow, sólo Francia, España, Polonia y Grecia han declarado su intención de abandonar el Tratado si la modernización fracasa. Una decisión que más de 400 organizaciones de la sociedad civil en todo el mundo –entre ellas Ecologistas en Acción y la campaña estatal No a los Tratados de Comercio e Inversión– consideran "indispensable" y que debería anunciarse no más tarde de esta Cumbre de Glasgow.
La celebración de una octava ronda de negociaciones en plena COP demuestra una vez más que los intereses detrás de este tratado están a años luz de la consecución de políticas climáticas efectivas.
Si la COP26 debe servir para incrementar la ambición climática, ¿por qué no se hablará del TCE? ¿A qué esperan los países para salir de un tratado que les ata de pies y manos a los combustibles fósiles?
Comentarios
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