El pasado 9 de noviembre, Belén Gopegui, en la presentación de su libro Existiríamos el mar en el centro Rey Heredia de Córdoba, uno de espacios que desde abajo insiste cada día en demostrarnos el poder de lo colectivo, comentó que no le gusta mucho el término "esperanza". Sobre todo, porque sigue estando para ella lleno de connotaciones religiosas que le hacen pensar en el sentido de sacrificio que la "mala" educación católica nos metió en el cuerpo. Entiendo sus prevenciones, pero también siento la urgencia de resignificar términos como misericordia, compasión o la misma esperanza. Para dotarlos de productividad política. Con ese trasfondo utópico, casi de destello iluminador, que está presente en pensadores como Ernst Bloch o en nuestra María Zambrano. La esperanza como herramienta que nos permite enredarnos, tejer tapices, ser con y para las otras. El faro que ilumina nuestra autonomía que solo puede ser relacional.
Al recordar todas y cada una de las novelas de Gopegui, con las que casi podría hacer un manual de Derecho Constitucional con el que sustituir los que pesadísimos arrastro hacia las aulas, me atrevería a decir que, aunque ella no se atreva o no quiera reconocerlo, detecto en sus capítulos, como si fuera un hilo de esos que cosen las páginas, el principio esperanza. Cuando termino de leerlos, además de sentirme zarandeado en mi sillón de hombre privilegiado y comodón, recupero el aliento. Como cuando subes una cuesta empinada y llegas a un lugar en el que ensanchas los pulmones y descubres una explanada en la que podrías extender un mantel y tomar pan con mermeladas. La obra de la autora de Lo real es una suerte de tratado sobre la esperanza, en el sentido más político del término, pero también sobre la conversación. Sobre la necesidad de tender puentes, de estrechar lazos, de enredarnos desde nuestro vulnerable ser con las fragilidades de quien tenemos al lado. Las palabras que penetran, alimentan y construyen. El yo que solo es si se mira en el tú.
La última novela de quien siempre está animándonos a conquistar el aire es una propuesta que nos invita a convertir la extrañeza en acogida y a rebelarnos contra los púlpitos que nos venden el caramelo envenenado de la libertad individual y el trabajo asalariado, precaria subsistencia, como pasaporte a la felicidad que, paradójicamente, no deja de enfermarnos. Las historias de las mujeres y los hombres que comparten el número 26 de la calle Martín Vargas de Madrid que nos cuenta Belén son todo lo contrario a las que vemos habitualmente narradas en los relatos audiovisuales exitosos, y en buena parte de las novelas que hoy hacen de los sentimientos, el amor y el sexo una especie de medicina facilona con la que nos domestican. Vivimos inmersos en el melodrama, dice la mujer de Tebas que abre la versión de Antígona creada por el mexicano David Gaitán. Y el melodrama nos desactiva como sujetos políticos, nos atonta, nos entretiene, nos calma temporalmente el miedo y nos engaña al hacernos creer que nuestras inseguridades y nuestras miserias son pequeñitas ante los relatos míticos que nos amodorran. Como esas infusiones calentitas y con miel que las abuelas y las madres preparaban lo mismo para curar enfermedades que para serenar los ánimos. Todo lo contrario a lo que nos plantea Existiríamos el mar, una novela llena de poemas, que a ratos parece un ensayo, que en algunos fragmentos tiene la plasticidad de la escena de una película, y que nos pone alerta sin renunciar a que sintamos, como cuando te haces una rajita con el filo de un papel, las poderosas emociones que nos vinculan. La ética del cuidado como sostén, el olor de las mandarinas como ritual laico en la cocina compartida, la interdependencia como única verdad posible. Una sentida y vivida propuesta de acción para tiempos de emergencia. Porque, como leemos casi al final del libro, "no es solo la pandemia, no es solo que haya otras pandemias, es que no podemos seguir haciendo como si no pasara nada mientras arden los hielos, la última energía, el aire, los océanos, las vidas sin futuro de medio mundo y de las generaciones que vendrán".
El mar, en fin, el mar que solo podemos habitar si nos reconectamos. Si situamos en primera línea de lo personal y político, perdón por la redundancia, los bienes comunes, las vidas compartidas, una fraternidad no construida sobre los andamios frágiles del trabajo y la propiedad. La sororidad. Otros métodos, otras palabras. Para que, como mínimo, seamos capaces de no conformarnos con las chapuzas impuestas, con el derecho a no existir, con el simulacro de democracia que nos hace súbditos. Hacer, estar, sostener, abrazar. Las personas en vez de la gente, trabajar para vivir y no vivir para trabajar, el poder como potencia de transformación de la realidad. Sin miedo a que te caiga una maceta en lo alto de la cabeza. Algo que un lugar como el Rey Heredia de Córdoba, querida Belén, no te puede pasar, porque ahí las macetas son faros que hacen del patio un trocito de mar.
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