La victoria electoral de Gabriel Boric ha sido el último recordatorio de que ocupar la calle merece la pena, que incendiar los telediarios y agitar las conciencias entre semejantes son pasos necesarios para la victoria. Aunque los mismos de siempre, iguales a un lado u otro del charco, sólo hayan visto desde el nacimiento del estallido social inestabilidad y caos, paradas de metro ardiendo y empresas cerradas, lo que realmente se ha vivido estos años en Chile ha sido la materialización del conflicto como arma política. Una década después de las protestas estudiantiles en Chile y la ocupación de la Plaza del Sol en España, la necesidad de lucha sigue siendo una máxima para todos aquellos que entienden que la política y el cambio tienen naturaleza y vocación de universalidad.
Negacionistas de la política
El conflicto lo cubre todo: las calles, las conversaciones en los bares, las estructuras internas de los partidos políticos y, por supuesto, el Parlamento. Asumir que no hay diferencias entre unos y otros, sean estas irreconciliables o no, es un error, porque haberlas haylas. Parece que es solo una vez que la cosa se torna insostenible, cuando se comienza a reconocer la posibilidad de que quizás -y solo quizás- pueda existir un conflicto político. Más de una década hemos tardado en reconocer que lo que ocurre entre Catalunya y el resto del Estado español no es un mero problema jurídico sino un conflicto político con toda su complejidad, aristas y etapas.
La ausencia de conflicto es lo que buscan los otros, quienes con una seguridad que conmociona tratan de convencer al resto de que las ideologías son divisorias y conviene dejarlas morir o, en el peor de los casos, ocultarlas bajo cualquier alfombra. Esta despolitización de la política niega nuestro derecho a discutir, a ser adversarios, y pretende que los antagonismos desaparezcan, pero que lo hagan por arte de magia. Supone aceptar que esta economía y que esta correlación de fuerzas, el sentido común neoliberal, nos acompañará hasta el fin de los tiempos, es decir, que la política del pasado dominará siempre el presente.
Pero, nosotros, tenemos que combatir las posiciones que niegan la utilidad de la política y de la confrontación de ideas. Debemos poner en valor lo político, nuestra manera de pensar la sociedad, como la única herramienta útil para defender la dimensión colectiva de nuestros problemas. La precariedad laboral, la pandemia de salud mental entre los jóvenes y la violencia de género son algo más que aislados fallos del sistema. Son asuntos públicos que enfrentan a unos con otros y requieren pasar de lo particular a lo universal, en busca de transformaciones profundas de las estructuras políticas.
Consenso: el lugar donde nunca pasa nada
Frente a una visión negativa del conflicto político, emerge victorioso el consenso. Una idea que se empieza a forjar a la par que se construía un relato parcial e interesado sobre la Transición, la gran reconciliación nacional, y que terminará definiéndose como "la forma correcta de hacer política", volviendo al consenso el mito fundacional de nuestro régimen democrático. Todos los 6 de diciembre desayunamos con esa gran palabra escrita en los periódicos y mojada en café, y con el desprecio a todo atisbo de polarización, porque todo tiempo pasado fue mejor.
Pero es necesario estar alerta, esta cultura consensual no es una visión neutra, es una idea de parte y de las mayores trampas de nuestro tiempo político, pero, por encima de todo, es, en palabras de Amador Fernández-Savater, la forma en la que se ha hecho en nuestro país la gran política durante los últimos 40 años; esa política que ha tenido como fin último mantener firmes las bases del sistema. Nos sobró tanto ese consenso que se tuvieron que llenar las plazas, porque el pactismo y la tibieza habían vuelto a las fuerzas políticas indistinguibles unas de otras.
La idea de consenso limita el horizonte de "lo posible". Ya no permite siquiera imaginar una futura revolución democrática, porque las grandes transformaciones sociales rara vez nacen de este consenso, necesitan de una diferencia. Por su propia definición y naturaleza, el consenso debe ser algo excepcional, porque pocas situaciones existen en las que los intereses de todas las partes confluyen en uno solo. Si estamos de acuerdo en que la política es lo único que tienen los que no poseen nada, ¿cómo podemos decirles que es positivo consensuar todo cada vez más con quienes les arrebatan todas las oportunidades? La política no existe para buscar incesantemente "consensos" ni para defender y gestionar lo existente. La materialización de la pospolítica vacía de contenido la democracia.
¡Mueran los conflictos! ¡Viva la apatía!
Si damos por muertas las diferencias, si entendemos que los unos y los otros no tenemos ni intereses ni valores opuestos, que ya nada nos separa y todo nos une, sólo queda reconocer la desaparición del conflicto político. Si desechamos toda posibilidad de dar la batalla, asumimos sus formas y modos, y enterramos toda posibilidad de poner en valor la lucha en las calles e instituciones como motor democrático, habrán ganado, habrá llegado su querido fin de la historia, de la disputa e ideales. Nos impondrán sus dogmas disfrazados de sentido común, ¡de SU sentido común! Pero no podemos caer en su trampa, en entender que sólo a través del pactismo se hace la verdadera política, entonces, ¿qué nos queda? ¿para qué sirve la democracia?
La negación neoliberal del conflicto ha ido calando también en las posiciones y espacios progresistas, lo que lo convierte en un peligro aún mayor. Ante el auge reaccionario y el aumento de la desafección política la alternativa no puede ser vaciar poco a poco la política de contenido, sino, por el contrario, fortalecerla, darle mejor forma y argumentos, nutrirla de razones y radicalizarla, si no es en las formas, al menos, en los hechos. Construir nuestro propio sentido común de las cosas.
¿Y qué podemos hacer?
Nuestra idea debe ser otra, formar un relato propio tomando como punto de partida las injusticias irresueltas por el sistema, aunque seamos un "incordio", y dejar de tomar los conceptos y marcos de discusión del adversario. Reivindicar el conflicto en política no es incompatible con defender una cultura política cívica y civilizadora, porque conflicto no es sinónimo de desconsideración, falta de respeto y barro, sino la realización de que hay diferencias que no se pueden ignorar, que hay propuestas sociales que chocan, imposibles de instaurar a un mismo tiempo, modelos distintos de entender la vida, el Estado, e ideas que no se negocian. Y no olvidar que del conflicto puede nacer un periodo político y social más estable que el derivado del pactismo.
Rechazamos su consenso porque nos coloca en un desierto, no se trata de reivindicar el conflicto porque ellos defienden el consenso. No es ese el problema, y tampoco la solución es ser antagonistas cueste lo que cueste. Estamos en algo distinto, en la tarea de repolitizar todos los aspectos de la vida, tomar la iniciativa dejando de lado el debate baldío y comenzar a poner en valor las diferencias entre los unos y los otros.
Comentarios
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