En agosto de 2006 ardieron en Galicia 92.000 hectáreas de monte, según datos del CSIC. Entre el 3 y el 15 de agosto de aquel año hubo un total de 1970 incendios forestales, 37 de ellos de grandes proporciones, especialmente en las provincias de A Coruña y de Pontevedra. En Pontevedra vivía mi familia y yo con ellos durante las vacaciones de verano. Concretamente, en lo que se consideró entonces la zona cero de la catástrofe: la comarca de O Salnés, el área vitivinícola más importante de Galicia. En aquellos días, los vecinos de todas las edades nos echamos a los caminos con ramas y palas para intentar sofocar cada conato (ardían árboles, pero también maleza y jardines, ardía la tierra, y ardían hasta las piedras) como si una lluvia de cohetes hubiesen sido proyectados contra el terreno. A falta de medios profesionales de extinción, las piscinas y los pozos privados se convirtieron en la primera fuente con que los camiones cisterna, también de los vecinos, intentaban sofocar los fuegos. Las carreteras se cortaron y era imposible huir de aquella pesadilla. No se veía a más de dos metros, los niños y las mascotas se guardaban en las casas, salíamos con mascarillas improvisadas con trozos de tela empapados en agua. La gente mayor anunciaba el fin del mundo. Muchas casas, fincas y viñas ardieron. Fallecieron seis personas (cuatro por las quemaduras, y dos más asfixiadas) y miles de animales quedaron atrapados entre las columnas de humo y fuego. Aquel verano infernal llegó a haber 160 incendios a la vez. La catástrofe ambiental fue equiparada a la del Prestige y la justicia demostró que muchos de aquellos incendios habían sido provocados. Pero a pesar de la intencionalidad de muchos fuegos, las condiciones fueron especialmente favorables. Un monte plagado de eucaliptos, una política forestal nefasta y una sequía inaudita, fueron la gasolina con la que se regó la tragedia de aquel verano de 2006. Según los informarmes climatológicos de Meteogalicia de aquel año, en la provincia de Pontevedra acumulábamos a esas alturas tres meses seguidos (mayo, junio y julio) muy secos.
Como cada año, la primera quincena de agosto se celebraban también en Pontevedra las fiestas patronales en honor a la Virxe da Peregrina. También las "Peñas" en donde la juventud se consagraba alrededor de un macrobotellón sin más expectativas ni preocupaciones que la de una feliz borrachera. Fue uno de aquellos días de despreocupación etílica en O Campillo Santa María, respirando el aire tóxico y viendo cómo las cenizas se nos metían en los ojos, en la nariz, nos calaban el pelo y aterrizaban dentro de nuestros vasos de Negrita con cola, cuando lo sentí por primera vez. Una tristeza y una angustia que no se podía comparar a nada que hubiese padecido antes y que me llevaban a un pesimismo total sobre el futuro, impropio de una chica de 20 años. Recuerdo perfectamente la conversación con mi amigo, mi terror al recordar lo que había vivido en casa de mis padres (tiempo después supe que había sufrido un trastorno de estrés postraumático) y la pena que me provocaba aquel horizonte negro en donde despuntaban los esqueletos de los árboles y las rocas lampiñas. Sabía muy bien que el cambio climático nos haría ver más (y peores) catástrofes medioambientales a lo largo de nuestra vida. Que ese futuro negro del que aún hablaban entonces, ya era ayer.
Al curso siguiente, en la facultad, propuse ver el documental Una Verdad Incómoda, protagonizado por el exvicepresidente de los Estados Unidos Al-Gore. Bajo la premisa de que no nos quedaba muy poco tiempo, el documental intentaba movilizar a los ciudadanos y a los gobiernos de todo el mundo contra el cambio climático. Advertía, con un sinfín de datos científicos, acerca de las terribles consecuencias del calentamiento global en el planeta y en todos los seres vivos que lo habitamos. Las devastadoras consecuencias del deshielo de los glaciares me provocaron pesadillas. Durante los siguientes dos cursos, fue tal mi grado de afectación con el cambio climático que el profesor de Ciencias Políticas intentó curarme de mi angustia obligándome a leer el Ecologista Escéptico, pero igual que antes lo había intentando con el marxismo recetándome Camino de Servidumbre, ninguna bibliografía liberal surtió efecto en mí.
La angustia climática y la ecoansiedad son términos que ya están perfectamente definidos por los psicólogos que trabajan con perspectiva ambiental. La ecoansiedad sería por tanto "la sensación de aprensión, preocupación e incertidumbre por el alcance potencial de los impactos previstos del cambio climático", según la define a la Agencia SINC María Ojala, catedrática de Psicología de la Universidad de Örebro (Suecia), que estudia cómo los jóvenes se sienten frente a las amenazas ambientales. En el mismo artículo, el doctor en Biodiversidad Andreu Escrivá y autor del libro Y ahora yo qué hago: Cómo evitar la culpa climática y pasar a la acción explica que "uno se siente desamparado, triste, enfadado, ansioso porque ve cómo esos futuros se han materializado y todo parece indicar que van a ser cada vez más frecuentes". Este sentimiento, explica, tiene su origen en los futuros tan catastróficos que se presentan ante nosotros. "Por ejemplo, cuando leemos noticias de estudios sobre el calentamiento global o cuando vemos imágenes devastadoras que se producen como consecuencia de los fenómenos meteorológicos extremos". En una encuesta realizada en 2020 por psiquiatras entre niños y jóvenes británicos, más de la mitad de ellos (57%) padecían angustia por la crisis climática. En realidad, desde niña yo había tenido sentimientos similares a los que me atenazaron aquel 2006, la diferencia era que ahora ya no confiaba en que "los mayores" (los dirigentes) nos fuesen a salvar.
En octubre 2017 volvió a ocurrir algo semejante. Una ola de incendios arrasó parte de la masa forestal de Galicia, Asturias y Portugal. Entre el viernes 13 de octubre y la tarde del domingo se registraron 146 incendios, que afectaron a las cuatro provincias gallegas y provocaron cuatro muertos (44 en Portugal). Ese fin de semana de octubre, regresando de la playa en un otro verano sin fin, volví a sentir aquella aflicción al ver las columnas de humo rodeando Santiago. Según los informes de meteogalicia, 2017 Septiembre fue un mes muy seco, con unas precipitaciones muy escasas. Y Octubre fue un mes "extremadamente cálido". En la primera quincena se alcanzaron temperaturas por encima de los 30 grados en la comunidad con precipitaciones un 79% por debajo de lo normal.
Estamos en febrero de 2022. La sequía de este año es ya histórica en toda España. Los agricultores miran al cielo y la gente mayor anuncia el fin del mundo. Ahora que soy adulta sigo sintiendo pena, pero me he liberado de la culpa. Sé que amortiguar las consecuencias del calentamiento global no depende tanto de soluciones individuales como de acciones colectivas y políticas efectivas que regulen el impacto industrial en el medio ambiente. Me curo de mi angustia votando (aunque me decepcione una y otra vez) e intento reducir mi consumo al máximo sin amargarme la existencia. Soy realista y yo también me he vuelto un poco escéptica: a una cantidad considerable de ciudadanos les importa una mierda la viabilidad del planeta y el futuro de sus hijos, están coreando ¡Ayuso presidenta!
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