El caso de espionaje masivo a los líderes políticos independentistas que se ha conocido en esta última semana es una muestra más de la tendencia a la regresión democrática que padece España desde hace una década. Según investigaciones del grupo Citizen Lab, el CNI supuestamente habría investigado con orden judicial a una serie de líderes sociales y políticos vinculados al movimiento independentista catalán desde hace 5 años. El espionaje a rivales políticos no solo es un ataque directo e injustificable a sus derechos y libertades individuales, sino que además muestra como desde ciertas estructuras de poder estatal se concibe al independentismo y a cualquier fuerza o movimiento político que represente una alteración del estatus quo y de la distribución de poder político que ello conlleve como enemigos internos.
Esta concepción como enemigos políticos a los que se pueden violar derechos y libertades no es de ahora. Es una tendencia recurrente en la historia política del S.XIX y del S.XX español. A lo largo de los últimos 200 años, la historia de nuestro país ha sido, en palabras de Santos Julià, una historia con demasiados retrocesos. Desde la Constitución de Cádiz hasta el contexto político actual, en España siempre ha habido la confrontación entre unas opciones más transformadoras y dispuestas a alterar el orden político existente, ya fuera a nivel político, social, económico o territorial, y unas opciones políticas que pretenden cerrar en falso cualquier intento reformista y que defienden el estatus quo con uñas y dientes. Incluso adoptando medidas regresivas que supongan un cuestionamiento de derechos y libertades. Las diferentes dictaduras son un ejemplo pero no solo: el absolutismo fernandino o el reaccionarismo de muchos gobiernos moderados del S.XIX también son ejemplos de esta tendencia.
La disputa entre una mayor democratización del Estado y un repliegue autoritario se materializa ahora de nuevo alrededor del Catalangate o caso Pegasus. De un lado tenemos a una serie de instituciones estatales que con la connivencia de un entramado mediático determinado y de unas élites políticas y judiciales de carácter netamente conservador o reaccionario, se lanzaron a espiar a rivales políticos con la justificación de mantener la unidad de España. Del otro, tenemos a una coalición de partidos políticos y actores situados en la izquierda y en el nacionalismo e independentismo catalán, vasco o gallego que, aunque diverjan en muchas cuestiones políticas, deben formar un frente unido ante lo que supone una grave amenaza a los derechos y libertades de todos los ciudadanos y opciones políticas. En medio, un PSOE del que depende hacía donde se decanten las tornas.
Esta división en dos bloques nos muestra la otra gran tendencia política que se observa si se analiza la historia contemporánea de España: los periodos de democratización real en los que se ha avanzado a nivel de derechos y libertades políticas y civiles siempre han ido aparejados a una gestión pluralista de la diversidad territorial. Democracia y descentralización forman en España un binomio inseparable y de hecho, muchos de los movimientos democratizadores de los S.XIX y S.XX o bien emanaba de aquellos territorios que reivindican más poder o bien incluían una reforma de la distribución del poder territorial del Estado de manera clara.
Por ello no es casual que en los últimos 10 años y derivado de la crisis territorial hayamos vivido una tendencia clara hacía la regresión democrática y que gran parte de esta se deba a cómo las instituciones estatales han gestionado el conflicto con el independentismo catalán. Las actuaciones de la Fiscalía o del Poder Judicial contra este movimiento, sumado a una gestión represiva el 1 de octubre y la consiguiente laminación de la autonomía catalana han provocado una coyuntura favorable a aquellas fuerzas reaccionarias que nunca han querido el avance democrático de España y que su idiosincrasia siempre ha ligado a una concepción unitarista e uniformizadora del Estado. La aparición de Vox como adalid del nacionalismo patrio al calor de esta actuación estatal y su reivindicación de una España unitaria y uniforme no es más que la materialización política de ello.
Ante esta situación, el Gobierno y la mayoría progresista y plurinacional actual deberían articular una respuesta conjunta basada en una investigación parlamentaria o independiente al Ejecutivo sobre lo que ha sucedido, la asunción de responsabilidades políticas ante el caso de espionaje y, sobre todo, avanzar en la mesa de diálogo entre el Gobierno catalán y el del Estado. Esta es la clave de todo y en ello tiene que jugar un papel fundamental el PSOE como actor político medular del sistema constitucional de 1978.
La falta de resolución del conflicto catalán alimenta a todo el aparato mediático, social y político reaccionario que aprovechó la crisis constitucional del 2017 para enarbolar la bandera de un nacionalismo español excluyente que aunque no era hegemónico permanecía latente esperando su oportunidad política. Una tradición política que existe desde hace 200 años y que ahora vuelve a tener su oportunidad política. La mala gestión por parte del Estado de las reivindicaciones independentistas alimentó al monstruo del nacionalismo español y esto obliga a izquierdas y fuerzas nacionalistas e independentistas a trabajar conjuntamente para evitar una degradación democrática sin precedentes en nuestro país. Frenar el deterioro democrático en España implica avanzar en una distribución territorial del poder más democrática. La historia nos ha enseñado esa lección: sin democratización del poder territorial no hay democracia plena en España.
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