Otras miradas

Ciudadanos como pasarela

Pablo Batalla Cueto

Periodista. Autor de 'Los nuevos odres del nacionalismo español'.

Ciudadanos como pasarela
Inés Arrimadas, Albert Rivera y Begoña Villacís tras las elecciones catalanas en las que Cs se convirtió en el partido más votado. Eduardo Parra / Europa Press
(Foto de ARCHIVO)
28/4/2019

Captar, al mismo tiempo, todas las facetas del objeto o sujeto representado; pintar, en un mismo encuadre, simultaneados como no puede verlos el ojo humano, distintos tiempos, espacios diferentes, distintas dimensiones de la misma cosa. Atrapar el movimiento. Tal era, a principios del siglo XX, el sueño del cubismo, ambición inaugural —con el protagonismo español de Picasso— del arte contemporáneo. La escena de hace unos años que vamos a evocar a continuación tuvo algo de involuntaria representación cubista: atrapaba, a su manera, un determinado movimiento; las fases sucesivas de un itinerario. Fue en octubre de 2017. En Barcelona, una manifestación contra el Procés, convocada por Societat Civil Catalana, concluye ante la Estación de Francia, donde la marea humana que ha recorrido las calles de la capital catalana se dispone a escuchar una sucesión de discursos. Hablan, entre otros, el escritor Mario Vargas Llosa y el político socialista Josep Borrell. El primero carga en su alocución contra la vesania del nacionalismo; de todo nacionalismo, ideología que «ha llenado», advierte, «la historia de Europa, del mundo y de España de guerra, sangre y cadáveres». El segundo canta las bondades de la Unión Europea. Y cuando una parte de la masa que los escucha ondeando banderas rojigualdas comienza a corear «¡Puigdemont a prisión!», Borrell les reprende: «No sigueu», les dice en catalán, «com les turbes del circ romà». No seáis como las turbas del circo romano.

Había varios partidos y organizaciones presentes, a título oficial o través de sus militantes, en aquella concentración, espectro amplísimo que abarcaba desde el PCE a través de la persona de Paco Frutos hasta los neonazis de España 2000, pasando por el PP, el PSOE o Vox, y por supuesto muchos independientes. Pero otra organización concreta encarnaba, agavillaba, mejor que ninguna otra lo allá congregado; simultaneaba en su seno, como otra no lo hacía, todo lo distinto y distante que convergía allí. Se llamaba —ya se puede hablar en pasado— Ciudadanos y atravesaba, entonces, un momento dichoso, de crecimiento y éxitos; era la primera fuerza unionista de Cataluña. Hoy agoniza en cambio. De ella se escriben ahora los obituarios y algunos se recrean en su fracaso; otros hablan, por el contrario, de una victoria contraintuitiva; de la disolución de lo que ha cumplido sus objetivos y ya no necesita existir más. No son hipótesis excluyentes. Ambas pueden tener razón; ser las dos facetas de una misma verdad cubista: el fracaso no querido, frustrante para sus miembros y dirigentes, de un partido que, sin embargo, cumplió con éxito inadvertido, no reconocido por quienes necesitaron su cumplimiento, su misión histórica. Comprenderemos cuál fue esta si entendemos que la historia no da saltos de siete leguas, ni en ella hay verdaderamente caídas damascenas de san Pablo; que sus transformaciones necesitan siempre pasarelas, puentes, pasadizos, gabarras que transporten a un determinado colectivo, a una determinada generación, del punto A al punto B; lanzaderas que permitan una transición cómoda, graduada, entre la salida y la meta de una conversión. Ciudadanos, más que un partido, podrá ser recordado como un itinerario. Y aquella estampa de Vargas Llosa y Borrell perorando antinacionalismo a una masa nacionalista, como sus dos confines.

Su evolución posterior tiende a hacer olvidar que Ciudadanos fue en origen, al menos pretendió serlo, un colectivo socialdemócrata; el partido —escribía José García Domínguez en 2019, en su columna en Libertad Digital— «de cierta bohemia socialdemócrata, otoñal, leída, periférica, algo frívola y bastante liante». Los Arcadi Espada o Juan Carlos Girauta provenían de una izquierda que había llegado a ser revolucionaria, pero de esa revolución teorizada entre caviar literal o metafísico, en áticos en los que universitarios ociosos invocaban al pueblo sin conocerlo y en el fondo despreciándolo, como el melenudo con camiseta de rayas que, en una célebre viñeta de Chumy Chúmez, mira con repugnancia a un grupo de proletarios mientras comenta: «A veces pienso que esta gente no se merece que me lea entero El capital». Una izquierda, aquella, ilustrada y cosmopolita, pero de una ilustración déspota y un cosmopolitismo elitista; misántropa, alérgica para bien y mal a las cosas de masas —a les turbes del circ romà—. Encantada de conocerse por encima de todo, con los años, cuando la vida empiece a ir en serio, haya que encontrar un cuento del que vivir y la revolución proletaria no pueda serlo, o toque defender los privilegios de clase a los que nunca se aspiró realmente a renunciar frente a la amenaza de verlos arrebatados, buscará pretextos que le permitan un cambio de chaqueta que no reconozca serlo; un resellado sin autocríticas. Dirá con la egolatría de los acomodados, heliocentrista de sí misma, «yo no he cambiado, el universo entero ha cambiado a mi alrededor»; escribirá libros que se titulen La deriva reaccionaria de la izquierda; insultará la inteligencia colectiva declarándose monárquica a fuer de republicana; contará que abandonó la izquierda el día que vio un grafiti que decía «Osama, mátanos»; no reconocerá que la conversión no sucedió al grafiti, sino que lo precedió y lo buscó debajo de las piedras o lo pintó ella misma de noche para justificarse de día.

El Procés y las simpatías de la izquierda española hacia él serán una excusa más para el conservadurismo. En él —en el Procés— no verá esta generación de sedicentes progresistas la trampa de clases acomodadas que sin duda es en parte, sino una amenaza de desestabilización del régimen que preserva su propio acomodo; la primera caída de un efecto dominó posible que redunde en una demolición más vasta. Se irá saliendo del armario, se irán precipitando las caretas. El Francesc de Carreras —fundador de Ciudadanos— que en 2013 elogia en una columna, comentando un biopic sobre la filósofa, a la Hannah Arendt que proclamaba «nunca en mi vida he amado a pueblo o colectivo alguno [... S]olo amo a mis amigos», y escribe que «todos hemos nacido en algún lugar y vivimos en algún lugar. Otra cosa es que seamos propiedad de este lugar y debamos adecuarnos a su supuesta forma de ser», pocos años después será visto escuchar entusiasmado, en una convención de Ciudadanos, un himno combativo de España escrito por Marta Sánchez: «rojo, amarillo, colores que brillan en mi corazón y no pido perdón». En él y en tantos otros, Josep Borrell y Mario Vargas Llosa, enemigos del nacionalismo, se han convertido en el anónimo hombre-masa que, desde las gradas del circo romano, ondea rojigualdas guerreras mientras grita «Puigdemont a prisión» al lado de otros que, más sañudos, gritan «Puigdemont al paredón», «Ártur [sic] Mas, cámara de gas» y «Metralleta al Coleta». Y entonces, recorrida la pasarela, Ciudadanos deja ya de hacerles falta.

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