Al escuchar «ecosistema» a menudo nos viene la imagen de un conjunto de relaciones armoniosas parecidas a las de un bosque plagado de vida. Nuestro imaginario de la ecología suele coincidir con una estampa idealizada de «la naturaleza» donde conviven fauna y flora sin apenas rastro de vida humana. De hecho, si algo amenaza ese equilibrio es nuestra frenética actividad urbana.
Siguiendo ese relato, fácilmente llegamos a la idea de que la naturaleza y sus formas de vida son opuestas al mundo desarrollado por los humanos. La naturaleza es lo contrario de nuestra sociedad. El nudo de esta trama es que la humanidad está poniendo en peligro a la naturaleza que, pese a la cantidad de veneno inyectado, lucha por mantener su estado originario. Las olas de calor, los tsunamis y la extinción de especies dan prueba de nuestra irracionalidad y, al tiempo, son como un grito furioso de la naturaleza: «Humanos, ¡ya basta!». Finalmente, llega la moraleja de este cuento: la especie humana no solo es la causa de la crisis ecológica, sino también de su propia extinción. Lo que empezaba como un encuentro fraternal entre pinares, jabalís y brezos acaba siendo terror de serie B: ¡la humanidad es una plaga de langostas...y además son caníbales!
Este relato juega con algunas verdades para reforzar un mensaje que, con buena voluntad, hay quien considera necesario para empujar un cambio. Sin embargo, el resultado es una homilía rellena de fetichizaciones y plagas bíblicas. Lo cierto es que ni la humanidad es la culpable de la crisis ecológica ni naturaleza y sociedad son cosas separadas. En realidad, tan explotados están los cuerpos de la clase trabajadora como el resto de la naturaleza. Para aclarar las cosas, miremos un caso concreto. Hablemos de Barcelona.
El Área Metropolitana de Barcelona abarca 636 km² y está habitada por 3,3 millones de personas, casi el 50% de la población de Catalunya. El ecosistema de este territorio incluye nuestra interacción y dependencia con el Delta del Llobregat o el Parque Natural de la Sierra de Collserola pero eso es solo una parte del conjunto de relaciones que conforman un metabolismo muy complejo. ¿Acaso el proceso de urbanización comandado por el capital y el poder público que se ha extendido durante décadas no ha transformado nuestro ecosistema? La deslocalización de la actividad fabril y el diseño de entornos especializados en servicios ha reorganizado completamente el territorio. Como suele pasar en las urbes modernas, los lugares para habitar, trabajar o para el ocio tienden a estar físicamente separados en espacios monofuncionales. Se ha ido creando una gran núcleo, Barcelona, que necesita una ingente entrada de agua, energía y alimentos –que recorren miles de kilómetros hasta llegar a nuestro plato– y que expulsa una enorme cantidad de residuos. Las periferias, tanto regionales como transnacionales, han sido convertidas en maquilas, despensas o vertederos del núcleo urbano. A escala regional, en las últimas décadas se han acelerado las dinámicas de segregación urbana, incrementando la separación de grupos sociales según su origen y renta por barrios y especialmente por municipios. El crecimiento del turismo ha ido ligado a la privatización del territorio, la apertura de mercados de suelo, la aceleración del consumo fósil y la explotación de fuerza de trabajo barata, con sueldos que rozan la mitad de la media salarial. La terciarización de la economía y la precariedad estructural del trabajo nos han obligado a nutrirnos con comida barata, movernos intensamente de una zona a otra y consumir más energía.
Desde hace más de medio siglo, se insiste en que la manera de escalar socialmente es la inversión inmobiliaria, pero precisamente para perfilar más la causa de la crisis ecológica y el sinsentido de separar naturaleza y sociedad, es útil mirar una de las mercancías que produce mayor impacto social y medioambiental. Hablemos de la vivienda. En el Área Metropolitana de Barcelona los gastos relacionados con el alquiler o la hipoteca suponen de media el 37% de los ingresos de una economía doméstica. Sumando facturas de agua, luz y gas, vivir bajo un techo engulle el 50% de los ingresos. Si añadimos lo necesario para vivir, como alimentos, ropa y mejoras de la vivienda, y para trabajar, como el transporte o el teléfono, casi el 90% de los ingresos van a gastos para la supervivencia. Justo ese mismo consumo doméstico es el segundo sector que más CO2 emite, por detrás del transporte, indispensable para vivir y trabajar en una región con altos índices de movilidad tanto interna como externa.
Resulta que trabajar más de ocho horas al día, incluyendo las que cobramos y las que no, apenas garantiza una vida precaria inscrita en un modelo que supera los límites biofísicos del planeta. Esto no es culpa de «la humanidad». Es la ecología producida por el capital en busca de beneficio incesante: abaratando el trabajo, encareciendo la vida y devastando el medioambiente. Y así es, tan explotados están los cuerpos de la clase trabajadora como el resto de la naturaleza. Mientras el impacto medioambiental crece un 6% por cada aumento del 10% del PIB global, la participación de las rentas de trabajo en la renta nacional no ha parado de caer desde la década de los 70. En paralelo, las actividades no remuneradas relacionadas con los cuidados, ejercidas de forma predominante por mujeres, siguen siendo la base de la apropiación capitalista: en España suman más horas anuales (43.000 millones) que las registradas en empleos remunerados (38.000 millones).
Cuerpos vulnerables y desposeídos, especies en extinción, materias primas y energía monopolizadas y en declive: todo forma parte de la misma unidad de explotación. La crisis ecológica es una crisis climática ligada a la explotación laboral, la apropiación colonial y a millones de horas no pagadas de trabajo reproductivo. No hay naturaleza y ecología, por un lado, y sociedad y capitalismo por el otro. Como señala el historiador medioambiental Jason Moore, el capitalismo es un haz de relaciones ecosistémicas insertas en la trama de la vida, que no son armoniosas ni sostenibles, pero tampoco producen modos de vida dignos para la mayoría social.
El capital no solo es una cosa llamada dinero, sino también un proceso basado en relaciones de explotación y apropiación insertas de forma extraordinariamente conflictiva en el continuo ecosistémico que define el planeta Tierra. El problema no es que el capitalismo «destruya la naturaleza» o que 100 oligopolios generen el 60% de emisiones. El problema es que el proceso necesario para que el dinero se revalorice integra la explotación y apropiación de toda la naturaleza y además tiene como condición que el capital no pague sus facturas. «La naturaleza» no es un recurso externo que el capital maltrata, sino que está internalizada en la circulación y acumulación de capital.
Hay quien asegura que ese modelo tiene los días contados. El problema para el capital y, más en particular, para quienes detentan derechos de propiedad capitalista y someten a otros humanos y al resto de la naturaleza, es que la extracción de plusvalor y el saqueo gratuito ha entrado en una espiral de encarecimiento. El calentamiento global que amenaza la vida en la Tierra también es una amenaza para la propia acumulación capitalista. Los límites que interrumpen la acumulación se definen en el agotamiento físico y social de todo tipo de naturalezas. El capital topa con una enorme contradicción: agota y destruye sus fuentes de riqueza. Sin embargo, eso no significa que nos dirigimos alegremente hacia un modo de vida deseable, sostenible y justo. Incluso un mundo sin capital no es sinónimo de un mundo sin dominación y explotación. Los procesos de abaratamiento del trabajo, encarecimiento de la vida y devastación del medioambiente bien pueden seguir en un mundo donde se redoble la polarización social y se diseñe un gobierno plutócrata de la escasez. ¿En qué dirección apunta si no el actual régimen de guerra?
La crisis ecológica plantea la necesidad de un nuevo sujeto político que reaccione frente al saqueo del tiempo de trabajo, de los recursos esenciales para la subsistencia y de todo ecosistema biofísico. Plantear una transición ecológica deseable significa, por lo pronto, organizarse frente a lo que ya avanza como una transición capitaneada por la competencia entre capitales. No será fácil y habrá que afrontar todo tipo de contradicciones, pero podemos ahorrarnos algunos errores: ese sujeto político no puede basarse en el cuento inicial y separar «sociedad» y «naturaleza» colocando en un lado las luchas laborales o el acceso a la vivienda y, en el opuesto, las luchas medioambientales o las del trabajo reproductivo. Es urgente plantear estrategias para que, en la práctica concreta, emerja un sujeto político alejado de los imaginarios monotemáticos que compiten defendiendo su centralidad política. Necesitamos un ecologismo popular, un ecologismo de los pobres. Necesitamos organizar y empujar un ecologismo inscrito en una lucha de clases.
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