"Red flags en tu relación contigo misma", "Deja de sabotearte", "¿Por qué sigues con alguien que no te hace bien?", "El éxito es la suma de pequeños avances". Estas frases son solo las cuatro primeras publicaciones que encuentro al abrir las sugerencias de mi cuenta de Instagram, pero podría rellenar páginas y páginas solo con las que las siguen si continúo haciendo scroll. Hace unos meses, Meta se enteró misteriosamente de algunos cambios en mi vida. No sabría explicar cómo, pero de repente sus recomendaciones pasaron de consistir en reels de vestidos de novia inspirados en las princesas Disney, fotos de bebés adorables y anuncios de las pruebas de embarazo más tempranas y fiables (lo de la presión social con la maternidad a partir de una edad es tema aparte, tela) a cientos de viñetas invitándome a ser optimista, consejos sobre cómo sacar la negatividad de mi vida, y en general, montañas de mensajes de autoayuda. El feed se me llenó en pocos días de vídeos sobre "cómo detectar a las personas tóxicas", fotos explicando "por qué sólo atraes a los narcisistas" o ilustraciones que me recordaban que "si quieres estar bien, empieza por sonreír". Por más que eliminaba estas sugerencias y pulsaba, en un vano intento de reeducar al algoritmo, sobre cualquier otra cosa alejada de ellas, no funcionaba. La positividad tóxica ha tomado el control de mi móvil.
La voluntad de autoconocimiento, el saberle poner nombre a lo que nos está sucediendo y la necesidad de respuestas son inherentes al ser humano, ahora sucede en las redes sociales, pero este fenómeno no tiene nada de nuevo. Seguro que muchas mujeres millennial recuerdan esperar ansiosas los consejos del último número de la revista Superpop para gestionar sus angustias adolescentes ("Chicos: manual para tu primera cita") o los clásicos test de la Bravo ("¿Eres posesiva con tu chico? ¡descúbrelo!" "¿Estás preparada para tu primera vez?") o la Loka (éste es mi favorito: "¿Con qué Gavilán tendrías huevos?") que desde una perspectiva profundamente cuestionable (principalmente por machista, pero también por muchas otras cosas) decían revelarnos secretos de nuestra personalidad ocultos hasta para nosotras mismas y ofrecernos soluciones para todo aquello que nos preocupaba. Intuyo que los chicos tenían también las suyas, aunque sospecho que el enfoque distaría bastante del de las nuestras (¡y qué cuerdas hemos salido a pesar de ello!). Lo malo es que tras estas respuestas a un deseo legítimo de ayer y de hoy, se encuentra una lógica increíblemente perversa, con graves implicaciones tanto personales como políticas.
Empecemos por las personales. Decía hace poco mi amiga Carri, cuya capacidad para ponerle palabras a todo lo que nos pasa no deja de admirarme, que "las publicaciones que aparecen en Instagram sobre la gestión de la ansiedad dan ansiedad", y no podría resumirse mejor. Este tipo de "consejos" que plagan las redes se sostienen sobre dos falacias: que hay emociones que no deben sentirse y, que si se sienten, es porque no se hace lo suficiente por combatirlas. Está mal estar triste o tener ansiedad, si eres infeliz es porque has elegido no ser feliz, el bienestar psicológico es una cuestión de actitud y voluntad. Esto provoca culpa y malestar. En primer lugar, porque niega que todas las emociones son útiles e imprescindibles para la supervivencia. Hay procesos psicológicos que obligan a transitar por fases de tristeza, enfado o preocupación, y esto es adaptativo, reprimirlas o patologizarlas solo puede dar lugar a una gestión deficiente de las mismas y entonces sí, a un problema de salud mental (si tu pareja te ha dejado, lo normal es pasar un duelo, no tienes que sonreír el primer día y está bien comprar un kilo de helado y hacer un maratón de alguna serie mientras te lamentas un poco). En segundo lugar, porque si el problema de salud mental ya existe, éste no se resolverá mágicamente con la mera voluntad (puede incluso agudizarse), sino con herramientas, tratándolo y elaborándolo a través de un servicio de salud mental y con el acompañamiento de personas profesionales.
Pero actualmente esos servicios solo pueden permitírselos quienes tienen condiciones económicas suficientes. Y aquí vienen las implicaciones políticas: la positividad tóxica nos hace peores como sociedad. El discurso del esfuerzo personal y la responsabilidad individual sobre cómo nos sentimos, vivimos y nos comportamos (muy ligado al de la libertad individual que tanto explota últimamente esa-dirigente-política-que-ustedes-saben) implica que las causas del malestar son siempre endógenas, cuando la mayor parte de las veces son consecuencia de factores socioeconómicos. ¿Quién puede proponerse no sentir ansiedad trabajando sin descanso para aún así tener que hacer cabriolas si quiere pagar el alquiler? ¿Quién puede levantarse con una sonrisa cuando sabe que en su día, entre la jornada laboral y el trabajo de cuidados, tendrá suerte si consigue sentarse a descansar cinco minutos? ¿Quién necesitaría paliar su angustia consumiendo viñetas edulcoradamente tóxicas en Instagram si tuviera acceso a una sesión semanal de terapia psicológica en la sanidad pública? Son ya numerosísimas las investigaciones que señalan la relación entre los bajos ingresos económicos y la depresión o la ansiedad (con mayor impacto en quienes son más vulnerables: mujeres, personas racializadas, migrantes etc.). Instagram dice que estás triste por tu culpa, pero no, la culpa no la tienes tú, sino un sistema económico y social que no estaría de más derrocar. La solución nunca estará en obligarte a sonreír hasta que se te salten las lágrimas, sino en organizarte para defender una atención pública (de calidad) a la salud mental, medidas de protección social (¡con perspectiva de género!) y, en general, un mundo bastante más justo que el sufrimos. Como dice Mr. Wonderful en una de sus ilustraciones: "Si estás esperando, el momento perfecto es ahora".
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