En recuerdo y homenaje a Manolo Piedra, el Zeta, que se nos ha ido al reino de la Zarzamora
Hace una semana, cuando mis ojos andaban juguetones por la patria de Sofía Loren y por los azules de Capri, recibí la noticia de la muerte de Manolo Piedra, el Zeta. Leí el mensaje en el ferry que nos llevaba de una orilla a otra de la costa amalfitana. Por un instante, entre lágrimas que intenté disimular, creí verlo sentando, eternamente joven, en una elegante terraza de Sorrento, quizás enamorado de un marinero de brazos tatuados, como en una de esas coplas que para él fueron espejo y balcón. Observado por un Gore Vidal que habría resucitado para escribir la vida de un egabrense que no estará en los libros de texto.
Manolo, el Zeta, como se le conocía en Cabra, mi pueblo y el suyo, fue uno de esos hombres a los que les tocó vivir una España en la que sus deseos estaban tipificados en el Código Penal y sancionados en el catecismo. Él fue, en mi infancia y adolescencia, el maricón del pueblo, al que muchos señalaban como si fuera el lobo de los cuentos, cuando realmente no tuvo más remedio que aprender a sobrevivir traicionándose lo menos posible. Con el tiempo, y supongo que sin pretenderlo, acabó siendo para algunos el símbolo cercano y local de las libertades por llegar, de la democracia también de los cuerpos y los amores, de unas calles en las que tardaría en ondear la bandera del arco iris. En su mesón Las Marismas construyó uno de esos espacios en las que era posible otro mundo. Marifé, La Zarzamora, Ojos verdes, un altar con lágrimas de Rocío. La reina del carnaval al que pueblo aplaudía como una diva que bien podría haber sido prima de Carmen Miranda, aunque al día siguiente guardara sus galas en un baúl. Ay, tantos años de perversa tolerancia y nulo reconocimiento. El bello Manolo que a mí siempre me recordó al Miguel Ríos de "Vuelvo a Granada". En aquellos años en los que Mocedades cantaba "Amor de hombre" y "Le llamaban loca". En los que yo no sabía que acabaría siendo un macho disidente.
Manolo fue el primer hombre que se casó con otro en el Ayuntamiento de mi pueblo, vestidos ambos de blanco, poco después de aprobarse la ley del matrimonio igualitario. En una ceremonia que ofició la que fue la primera mujer que lograba ser alcaldesa en un lugar con frecuencia tan rancio como la misoginia de Juan Valera. Hoy no puedo sino pensar en quien puso en el dedo de El Zeta un anillo de mar y algas. Richard, ese hombre que llegó del otro lado del Atlántico para hacer de su siglo XXI un tiempo de amor calmo y cuidados compartidos, y al que imagino transitando por un duelo inevitable. Con la tristeza de momento imposible de curar que le atravesará cada mañana cuando sienta el hueco de su marido en la cama.
Manolo, el Zeta, el hombre al que como si fuera un personaje de Tennessee Williams le gustaba lucir un collar de perlas, es parte de mi memoria y de mis heridas. De las que de alguna manera sufrimos tantos que nos sentimos unos "niños raros". Sus casi 80 años de abanicos y pulsos – "que se me paren los pulsos si te dejo de querer" -, de duro trabajo y de pintadas insoportables, de cuerpo recio que amparaba un alma tierna, son parte de la memoria colectiva de un país en el que todavía hoy, pese a todas las conquistas, sigue siendo complicado saltarse lo normativo. Mucho más lejos de las grandes ciudades donde parece importar menos con quién te acuestas y con quién te levantas.
Las huellas de El Zeta son, sin duda, parte de lo que hoy llamamos memoria democrática y que es, debería ser, parte esencial de la ética compartida de una sociedad que dice basarse en la igual dignidad de todos y de todas. Un hilo, en fin, tejido con lágrimas y valentía, a veces incluso con un heroísmo que no debió ser necesario, por tantas mujeres y tantos hombres que no tuvieron más remedido que vivir una suerte de exilio. En su propio país, en su pueblo, a veces incluso dentro de su casa. En una minoría de edad civil frente a quienes, por ajustarse a la norma, gozaban de un pleno estatus de ciudadanía. El armario cuyas puertas Manolo rompió mucho antes de que Almodóvar nos hablara de las múltiples leyes del deseo.
Ojalá algún día, en mi pueblo, en el que también fue el de Manolo, podamos celebrar en el rincón que fue su hogar que allí vivió, luchó, amó y abrió sus alas al viento un hombre que a muchos nos enseñó, tal vez sin ser consciente, que la libertad es una conquista difícil, que los derechos han de pelearse cada día y que todos los cuerpos, amen como amen, deseen como deseen, merecen el mismo reconocimiento. Desde la equivalencia y nunca desde la jerarquía controlada por quienes se ajustan a la norma. Como siempre lo hizo el Zeta, incluso cuando emprendió en este agosto caluroso el viaje hacia el reino donde no necesitará del carnaval para pintarse de carmín los labios, momento para el que había dicho que prefería mejor sus coplas de siempre que el sermón de un párroco educado en la moral del pecado. Esa frente a la que Manolo se alzó siempre, alto, bello, provocador, como una de esas palmeras que se niegan a ser dobladas por el viento.
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