Anders Breivik, Brenton Tarrant, Fernando Andre Sabag Montiel, Manuel Murillo. Noruega, Nueva Zelanda, Argentina, España. Una masacre de jóvenes socialistas, una de musulmanes, el asesinato de Cristina Fernández de Kirchner, el de Pedro Sánchez. Cuatro hombres, cuatro países, cuatro atentados perpetrados, intentados o planeados. Ninguna coordinación entre ellos. Breivik, Tarrant, Sabag, Murillo, son lobos solitarios, juanes palomo del crimen, ellos se lo guisan, ellos se lo comen. Y sin embargo, parece innegable que hay un nudo invisible que enlaza sus acciones; que las hace parte de una misma gran acción coaligada. Un violento fantasma, pero solo uno, recorre el mundo; ellos son otras tantas hebras de su sábana, y afortunadamente decaída, al menos por el momento, la virulencia de la yihad islamista, es la mayor amenaza terrorista que se cierne sobre Occidente. En Oslo, Wellington, Buenos Aires o Madrid, ya es más probable morir asesinado por un neonazi que por un muyahidin.
Toda organización terrorista se parece, antes que nada, a una empresa, con su CEO —el número uno—, su consejo de administración —la cúpula—, sus departamentos y subdepartamentos (aparatos, comandos, células...), etcétera. Y en un tiempo en que la revolución tecnológica propicia la aparición de nuevas formas creativas de organización empresarial, los nuevos terrorismos las adoptan a su modo. La yihad fascista, igual que la islamista, es un terrorismo uberizado; una economía colaborativa del pistolerismo, perpetrado ahora, no ya por gudaris incrustados en una férrea estructura piramidal, con superiores y subordinados, sino por falsos autónomos. Falsa es la autonomía de los Breivik, los Tarrant, los Sabag, los Murillo, como falsa lo es la de un rider de Glovo. Se han formado —mejor sería decir «se han deformado»— bebiendo de los mismos manantiales envenenados; submundos de Internet que no conocen fronteras, y por los cuales circulan embustes, lemas y símbolos de ámbito planetario, levemente adaptados, todo lo más, al color local de cada sitio, cual los snacks de un McDonald’s. Lo que en Estados Unidos se llama QAnon, se llama Caso Bar España en nuestro país, pero es la misma teoría disparatada de la conspiración, fábula de élites pedófilas y sanguinarias. La rana Pepe lleva gorra de MAGA allá y rojigualda aquí, pero es el mismo batracio. Brenton Tarrant llevaba, inscrito en las armas con las que masacró a 51 personas a la salida de una mezquita neozelandesa, entre los de otros santos islamófobos, el nombre de Pelayu. La batalla de Covadonga era invocada recientemente en un spot de Bolsonaro.
Los soldados de esta yihad uberizada, ikeizada también, fabrican y ensamblan por sí mismos las piezas del atentado. Ellos se forman, ellos buscan las armas, ellos las pagan, ellos diseñan el operativo, ellos disparan, ellos asumen, en última instancia, las responsabilidades penales. Pero, para que todo esto ocurra, alguien ha tenido que susurrarles el do it yourself. Hay en alguna parte uno o varios señores X que con esta ingeniosidad subcontratante se ahorran el dinero y el esfuerzo de buscar y pagar sedes, insumos, nóminas, cotizaciones; y hasta la posibilidad de indeseables sindicaciones: también se sindican a veces los gudaris, e imponen cambios de rumbo a cúpulas reticentes.
La yihad fascista, como Uber, como Glovo, sí es una pirámide. Tiene CEO, COO, consejo de administración, departamentos, un reparto jerárquico de tareas, superiores, subordinados; tiene jefes, cúpula, aparatos, comandos, brazo político, una miríada de organizaciones satélite y colaboradores legales; tiene diputados, presentadores de radio y televisión, tertulianos, columnistas, ensayistas que no pegan un tiro, pero señalan el objetivo y calientan los cascos a quienes están dispuestos a pegarlo. Los hilos que unen todo esto son a los que enhebraban a los viejos militantes del terrorismo analógico lo que las ondas de wifi al cable telefónico. Todo se ha vuelto ahora aéreo e invisible, pero eso no significa que la trabazón que anudan sea menos fuerte, menos firme, menos contundente. Hace falta una ley rider del terrorismo ultraderechista, que agarre de las solapas a los trileros del desentendimiento y les diga: "Ustedes son responsables de facto de esta gente, y como tales los vamos a tratar".
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