La perversidad no reside en obligarte a hacer algo sino en convencerte de que quieres hacerlo. Cuando el deseo entra en la ecuación, la justicia se torna borrosa y los límites entre la fantasía y el delito, tan finos como frágiles. Por eso es delicado legislar para el deseo. Por eso es necesario.
De todos los puntos que toca la Ley orgánica de garantía integral de la libertad sexual, popularmente conocida como ley del solo sí es sí, el que desata más críticas, detractores e incluso memes, es el consentimiento. No soy la primera persona que escucha en una cena familiar: ¡A ver si ahora vamos a tener que firmar un contrato para poder follar! Bueno, eso quizás nos ahorraría algún malentendido, José Carlos, pero no, tranquilo, no es lo que, por ley, "ahora tenéis que hacer". No te preocupes tanto de lo que te inventas y ocúpate más de lo que te atañe, quiero responder. Porque resulta que la ley (que, por supuesto, tú no te has leído y por eso sales los sábados a bailar con un contrato tipo modo fill in the gaps, para que rellene la "afortunada" de esa noche) lo que indica es que «sólo se entenderá que hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona.» (Artículo 178 del Capítulo I del Título VIII del Libro II)
Consentimiento manifestado libremente con actos que expresen de manera clara la voluntad
Jose Carlos se da por aludido y se mofa atribuyéndose a sí mismo el rol de sospechoso en potencia. No sabe que la ley (porque si la hubiera leído, en lugar de repetir como un papagallo las bromas manidas que ha escuchado en las tardes de pocha, lo sabría) hace referencia a "víctimas de violencias sexuales", sin especificar sexo. No ha entendido que esta ley le protege también a él. Quizás, perder el privilegio de una impunidad que se ha disfrutado durante siglos, se vive como una agresión y por eso se pone a la defensiva. Las mujeres, históricamente más expuestas a la amenaza sexual, más juzgadas por disfrutar de su cuerpo sin fines reproductivos, y menos protegidas, tanto por la ley como por la medicina, se van sacudiendo su miedo. Pero este no desaparece cuando alguien deja de tenerlo, solamente cambia de lugar: Si dejamos de tener miedo unos, automáticamente empiezan a tenerlo otros. El sistema hegemónico no permite que su mecanismo de control sea erradicado; quien provoca el miedo, tiene el poder y, si no existe el primero, no existe el segundo.
Tras las denuncias por sumisión química en espacios públicos de ocio, son muchas las voces que han dicho: se lo inventan, las jeringuillas no tienen nada, las pinchan con agujas, nada más. Las pinchan con agujas, nada más. Y nada menos, pero casi más grave. Porque lo que se pretende es, igualmente, someter, solo que a través de la epinefrina, sustancia natural que provoca el miedo; sumisión química al fin y al cabo. El grupo agresor no tiene medios económicos para sedarnos a todas, por eso recurre a un condicionamiento pavlovliano.
Hace tiempo alguien me dijo: ¿Cómo te van a echar algo en la copa, con lo cara que es la droga? No me dijo: ¿Cómo te van a echar algo en la copa, si querer drogar a alguien sin su permiso es una atrocidad? Tampoco me dijo: ¿Pero quién va a querer follarse a una mujer inconsciente, si eso no le pone a nadie?
La pornografía trabaja para que la idea del acto sexual perfecto sea, bien aquel en el que él dura las dos horas de la película sin desfallecer y ella emite gemidos a medio camino entre el dolor y no se sabe qué, mientras se le llenan los ojos de lágrimas y el culo de líquido seminal de otro señor que pasaba por allí, bien aquel otro en el que, él también dura las dos horas de la película sin desfallecer, esta vez junto a sus diez colegotas poseídos por la maldición de Príapo, mientras ella recibe (porque ella siempre recibe) obediente el cocktail de vitaminas que terminará de "sedarla". Recordemos que el vibrador nace como solución a la llamada "histeria femenina"; las mujeres eran masturbadas por prescripción médica, fuese cual fuese la voluntad de la paciente, para calmar su ansiedad. Sostener el sempiterno rol de fucker empotrador incombustible tiene que ser agotador; ojalá sirva esta ley para ayudar a que las responsabilidades de los hombres cambien y así cesen también sus dolores. Pero si no sabemos discernir entre la ficción que sale de la cabeza de un guionista y lo que deseamos la persona que tengo entre mis brazos y yo, somos parte del problema.
Un acto aparentemente tan sencillo y tan obvio como usar protección se convierte la mayoría de las veces en una lucha entre el que penetra, que no quiere barreras plásticas, y el penetrado, que solicita cuidado profiláctico. A mí también me gustan el vino bueno, la carne poco hecha y el sexo sin preservativo. Tener que convencer a un hombre de que se ponga un condón, me supone, no solamente luchar contra su deseo, a veces incluso físicamente, sino también contra el mío propio. Porque yo también quiero "disfrutar de nuestra conexión y sentirte", pero resulta que soy receptora de todo lo que traigas contigo. Y esto implica tener una probabilidad infinitamente más alta que tú de que me contagies una enfermedad sexual, de que el virus del papiloma que arrastras de cuerpo en cuerpo, probablemente sin siquiera saberlo, se desarrolle en el mío como un cáncer de útero mortal, o de que me dejes embarazada, aunque tú "controles". Y fenomenal que te hayas hecho análisis hace un mes, pero es que entonces, no solamente tengo que confiar en lo que vayas a hacer hoy conmigo, sino en lo que hayas hecho o dejado de hacer los treinta días antes y todos los previos que comprenden el llamado período ventana.
Demasiada confianza para depositar en alguien que no parece entender las cosas a la primera. Yo no uso preservativo por amor al látex. Yo uso preservativo por amor propio. Consentimiento también es no tener que pedir las cosas dos veces. No sentir que, si insistes, estás siendo una pesada, una exagerada o una paranoide. Sé que el sexo no tiene por qué estar asociado al amor, pero también sé que, cuando más lo he disfrutado, ha sido así. Amar es ceder un poder al otro confiando en que no lo va a usar contra ti. El sexo libre requiere abandonarse al placer en un lugar seguro.
La palabra libre no tiene sexo, la libertad, me temo, todavía sí. No es la misma para todos y, por ende, no todos pagamos el mismo precio por practicarla. Hay tantas posibilidades en un encuentro íntimo como combinaciones y permutaciones entre nosotros, pero somos los implicados los responsables de establecer los límites, en el momento, escuchando lo que piden nuestros cuerpos y respetando lo que solicitan nuestras mentes. Porque la posibilidad de enfermar o de hacerse daño, existe. Y es fácil que la ley llegue tarde. Por eso, con ella, pero antes que ella, deben trabajar la educación, el desarrollo del pensamiento crítico, la empatía...
Entenderse sin palabras es una de las ventajas del sexo. Abusar de esta ventaja es ya delito. El silencio o la pasividad, muchas veces fruto de la paralización por miedo, del agotamiento por falta de escucha, o de la resignación para que todo termine cuanto antes, ya no significan consentimiento. Toca estar atentos. Es momento de no dejarse pasar una, de cotejar deseos y fantasías, de no permitir faltas de respeto, ni al otro ni a mí mismo. La ley se está ocupando de esa parte de la intimidad que no estamos pudiendo disfrutar y cuidar como ciudadanos. Como iguales. Como distintos. Y no, no busca enfrentar a hombres y mujeres, al contrario; lo que pretende es conseguir que la libertad deje de tener sexo, para poder, sin excepción, tener sexo en libertad.
Comentarios
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