En estos últimos meses, la Copa Mundial de fútbol de Catar ha resucitado un viejo debate sobre los derechos humanos y los torneos deportivos. Los más optimistas se consolarán pensando que las luces mediáticas se han posado por fin sobre las tropelías del emirato. Es cierto que nunca hasta ahora habíamos leído tantos titulares sobre la condición subalterna de las mujeres cataríes o sobre la cacería contra la comunidad LGBT. Sin embargo, ni siquiera los focos más luminosos han conseguido esclarecer cuántos trabajadores han muerto mientras construían la infraestructura del evento, si han sido 40 como sostienen las autoridades locales o 6.500 como sugiere una investigación de The Guardian.
Los regímenes más perversos se han refugiado a menudo en la épica deportiva con la esperanza de validarse ante los ojos del mundo. Cuando se mencionan los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, nos gusta ensanchar el mito de Jesse Owens, el atleta negro que burló las expectativas arias del Tercer Reich colgándose cuatro medallas de oro. La realidad, no obstante, es que Joseph Goebbels consiguió difundir una estampa triunfal del nazismo y eclipsó toda clase de discrepancias. La de los colectivos antifascistas que alentaron el boicot a la opereta hitleriana. La de la plusmarquista de salto de altura Gretel Bergmann, que no pudo representar a Alemania porque se lo impidieron las leyes antisemitas.
Ahora que la FIFA se ha enredado en la polémica sobre el derecho a portar simbología arcoíris, merece la pena recordar aquellos días de 1936 en que las olimpiadas nazis tuvieron contestación. En el mes de febrero, el Frente Popular había ganado las elecciones generales de la Segunda República y el Front d’Esquerres devolvió a Lluís Companys a la Generalitat. Bajo el auspicio del Comitè Català Pro Esport Popular, Barcelona se puso a organizar una olimpiada alternativa que pudo haber comenzado el 19 de julio si los militares desleales no se hubieran alzado en armas en Melilla. Muchos de los deportistas extranjeros inscritos en las pruebas terminaron enrolados en las Brigadas Internacionales
También en Argentina saben de siete sobras que las competiciones internacionales constituyen un formidable instrumento de publicidad. Durante el mundial de fútbol del 78, los gritos de los hinchas en los estadios se confundían con los gritos de los torturados en los centros clandestinos de detención y uno nunca podía estar seguro de si lo que escuchaba era una expresión de júbilo o un gemido de horror. La periodista Miriam Lewin, que pasó por el torturadero de la ESMA, recordaba el alboroto mundialista de sus carceleros. "El día que Argentina salió campeón estaban exultantes porque ellos lo consideraban una victoria política. Había sido la más descomunal campaña de propaganda que habían orquestado".
Más de cuarenta años después, el director Santiago Mitre ha recuperado los pormenores del juicio contra la Junta Militar en su largometraje Argentina, 1985. Ricardo Darín se reencarna en el fiscal Julio César Strassera y encabeza una empresa que va más allá de encarcelar al dictador Jorge Rafael Videla o de hacer justicia con las familias de los desaparecidos. El propósito imposible es abrir los ojos de toda la gente que eligió cerrarlos, o peor aún, que jaleó a la cúpula militar y puso en duda la dimensión atroz de la masacre. Que las nuevas generaciones hayan despertado a la historia del país con esta película, dice la escritora Leila Guerriero, no parece tanto un motivo de alegría como la constatación de un fracaso en el sistema educativo.
La impunidad y la amnesia han sido una estrategia de Estado en Argentina, también durante la democracia. Solo así se explica la aprobación en los años ochenta de dos leyes ya derogadas: la de Punto Final y la de Obediencia Debida. Se trataba, dijo Raúl Alfonsín en un discurso televisado, de "liberar de sospechas" a los militares que no habían podido ser aún sentenciados. A este lado del Atlántico, la Ley de Amnistía de 1977 continúa protegiendo todavía hoy a los asesinos franquistas y no veremos, por ejemplo, a Javier Bardem interpretar a ningún fiscal en ningún juicio colectivo porque los líderes de la dictadura, los corifeos de Franco, no solo no han sido juzgados sino que son agasajados como padres de la democracia.
Un día como hoy de 1978, mientras se distribuía el texto de la nueva Constitución española, los reyes aterrizaban en Barajas después de su primera visita oficial a Argentina. Recupero una vieja fotografía tomada en el edificio del Congreso de Buenos Aires y veo a Juan Carlos I junto a los miembros de la Junta Militar. Está el almirante Armando Lambruschini, que iba a ser señalado por el fiscal Strassera y condenado a prisión con acusaciones criminales. Está el general Orlando Agosti, condenado. Está el general Roberto Viola, condenado. Y está el presidente Videla, también condenado. El rey Juan Carlos, que fue alto mando de una dictadura militar igual que ellos, es el único hombre de la fotografía que jamás ha sido juzgado.
En el curso de aquel viaje, los grandes periódicos españoles dibujaron al monarca español como un audaz exportador de valores democráticos. Resultaba llamativo, si se admite el eufemismo, que Juan Carlos I hubiera aceptado convertirse en el tercer Jefe de Estado que visitaba Argentina después de los dictadores Augusto Pinochet y Hugo Banzer. En el archivo histórico de Radio y Televisión Argentina pueden consultarse algunos vídeos de aquellos días. Hay banderas, aguiluchos, excursiones campestres y bailes regionales. Hay apretones de manos y granaderos a caballo. Se oyen aclamaciones y de pronto uno no puede dejar de preguntarse si el tronido de los aplausos no estaría ahogando, igual que en el mundial, los aullidos de los torturados.
El año pasado por estas fechas yo andaba ultimando el manuscrito de La historia oficial y necesitaba saber qué había ocurrido en los centros de detención argentinos mientras los reyes de España se paseaban por Buenos Aires. Como no encontré gran cosa en la prensa, tuve que llamar a las puertas de la Comisión Provincial por la Memoria de Argentina. Al cabo de unos días me llegó una misiva con cuatro legajos. Ahora sé que en diciembre de 1978, cuando los reyes de España ya habían abandonado Argentina, empezaron a aparecer cadáveres en las costas del Río de La Plata. Tenían el cráneo aplastado porque los habían lanzado al mar desde un helicóptero y estaban muy descompuestos.
Siempre es posible mirar hacia otro lado. En las obras de Catar, en los hornos crematorios nazis, en las cunetas franquistas o en los campos de concentración argentinos. Pero hay algunos muertos que no se resignan al olvido, que regresan y salen a flote para apuntarnos con el dedo. Qué inoportunos son y qué necesarios.
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