Otras miradas

Se está mejor en casa que en ningún sitio

Nagua Alba

Decía Dorothy en el Mago de Oz mientras entrechocaba sus chapines de rubíes que "se está mejor en casa que en ningún sitio", y no voy a ser yo quien le lleve la contraria a mi heroína de infancia (llegué a tener una cesta de mimbre y llamar Totó a mi primera mascota), en casa se está muy bien. No hay nada mejor que el sabor de la comida de infancia, los mimos de mamá y el refugio y el calor de aquellas paredes (en mi caso muebles, porque nos mudábamos mucho, lo que tiene vivir de alquiler, pero la metáfora quedaba mejor así) que nos vieron crecer, ser felices o sufrir intensamente por cosas de lo menos graves, aunque absolutamente trascendentales en ciertos momentos de la vida.

Para quienes no residimos en la ciudad donde nos criamos, la navidad encarna a la perfección el camino de baldosas amarillas que Dorothy debía seguir para retornar a casa. Los días previos al 24 de diciembre son una obligada vuelta al pasado: reencuentros con la familia, con amistades que han tomado caminos diversos y que a pesar de conocer desde que éramos criaturas nos generan cierta sensación de extrañeza, las tradiciones, hábitos, cómodos automatismos y todo aquello que constituiria la definición de hogar. A partir del 20 de diciembre, en mi cabeza no deja de resonar el "vuelve a casa, vuelve" y en el estómago se me mezclan la añoranza melancólica y la ansiedad insoportable. Porque volver a casa también da miedo. A veces mucho. Y es que solo existe una manera correcta de retornar, y normalmente es difícil estar a la altura.

Pienso en la imagen idílica de esa familia feliz, reunida en un comedor con un árbol de navidad inmenso y lleno de lucecitas de colores, que se sonríe alrededor de una mesa colmada de aperitivos deliciosos y me pregunto cuántas habrá habido de esas; en cuántas casas no habrá estado más presente la silla vacía que todas las ocupadas; cuántas personas habrán pasado en soledad no deseada este fin de semana; para cuántas volver a casa no ha sido volver a un lugar seguro, sino a uno hostil en el que no tienen cabida tal y como son; en cuántos casos, volver es sumergirse de cabeza en todo aquello que con mucho esfuerzo consiguieron dejar atrás. Cuántas personas habrán sufrido lo indecible estos días por no ser capaces de sentirse plenas y felices al volver tras más de un mes de luces, canciones y anuncios sentimentalistas que han hecho que idealizaran la niñez, el hogar y la familia (¡quién no ha llorado alguna vez por culpa de un spot navideño, ya fuera de turrón, embutidos, lotería o incluso whisky!) y a la vez habrán sentido que son la única excepción en una época en la que a todo el mundo parece ponérsele cara de fruta escarchada. Seguir el camino de baldosas amarillas puede ser frustrante cuando solo hay un un destino posible, un único modelo de felicidad correcta que te restriega por la cara todas tus carencias y fracasos anuales.

Pienso también en quienes ni siquiera tienen a mano un camino de baldosas de amarillas que emprender. En quienes han pasado estos días en la Cañada Real sin luz y rodeadas de barro; en quienes no pueden volver a la que fue su casa pero tampoco convertir este país en una porque están en situación irregular (¡aunque 500.000 de ellas ya están un pasito más cerca gracias a esas 700.000 firmas que presentaron en el Congreso hace unos días!); en todas las personas de mi generación que abandonaron el país para encontrar un trabajo digno, aunque fuera temporalmente, y al final se quedaron y ahora ahorran durante meses para poder llevar unos días a sus criaturas a visitar en lo que para ellas es un país extraño a unos abuelos a los que reconocen con dificultad; en quienes no pueden volver a casa porque no han conseguido salir aun de ella entre trabajo precario y trabajo precario, a pesar de que sus progenitores se esforzaron durante décadas para darles la educación que  no habían recibido y seguro sería garantía de una vida digna.

Pienso en lo tramposo que es un sistema que nos obliga a reencontrarnos y ser felices mientras no hace más que ponernos obstáculos para ello. Un sistema que en estas fechas nos echa en cara todo aquello que está mal en nuestras vidas, mientras nos impide ponerle solución. Así que este año propongo zafarnos de la nostalgia y entrechocar los chapines de rubíes no para volver, sino para avanzar en la construcción de un futuro que sea casa, donde se esté mejor que en ningún sitio.

 

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