Marta vive de alquiler. Como a muchos, le han subido el precio varias veces y echado de casa otras tantas. Le gustaría comprar un piso para salir de ese círculo vicioso, pero no puede: la renta mensual se chupa casi todo lo que gana. En 14 años, ya ha pagado más de 160.000 euros a los varios caseros que ha tenido. Felipe, viejo amigo de Marta, jamás ha tenido que pagar alquiler o hipoteca. Vive en un piso de sus padres y ha heredado otros dos, que alquila desde hace tiempo, lo que le ha permitido adquirir una cuarta vivienda, que también va a poner en alquiler. Además, paga menos impuestos, porque el 60% de sus rentas están bonificadas por el Estado.
La historia de Felipe y Marta es la de un país que una vez quiso ser de propietarios, pero cuyo modelo social lleva 15 años averiado. Es la gran brecha, entre quien tiene propiedades o heredará, y quien no. ¿Cómo hemos llegado a este punto?
Hasta no hace tanto, la hoja de ruta parecía clara para quien gobernaba. Animar a que la gente comprara y pagarle una parte con dinero público. Que nadie se engañe: las dos generaciones que se convirtieron en propietarias entre 1952 y 2007 lo hicieron con esfuerzo, sí, pero también gracias a enormes subsidios. Primero, en forma de subvenciones a los constructores para que hicieran viviendas de protección oficial que a los pocos años se convertían en propiedad privada de quien vivía en ellas. Mientras en Europa se hacía vivienda pública, aquí se construían clases medias a base de privatizar pisos que luego podían ser vendidos a cualquier precio.
La invención continuó tras el franquismo, y sigue siendo lo normal en la mayoría de Comunidades Autónomas, pero a partir de los 80 el Estado empezó a fiarlo casi todo a las deducciones fiscales. En la década que va hasta el estallido de la burbuja hipotecaria, las ayudas a la compra financiaron entre el 20 y el 50% de la vivienda. Todo de la mano de una política que hacía del alquiler algo inseguro para el inquilino y muy rentable para el casero.
Fue así cómo se forjó un capitalismo de corte inmobiliario y un sistema de bienestar basado en activos aún hoy vigente: la vivienda en propiedad se utiliza como activo de inversión para compensar un estado de bienestar poco redistributivo y unos salarios débiles. Si el precio de tu casa aumenta, también lo hace tu riqueza patrimonial, y esto en teoría te da más capacidad para responder a situaciones difíciles no cubiertas por el sistema de transferencias sociales: desde un préstamo para poder ir a la universidad o iniciar un negocio, hasta el pago de una residencia en la vejez.
Ahora bien, este régimen entró en crisis con el estallido de la burbuja y la restricción de las hipotecas de riesgo, diseñada para evitar el colapso del sistema financiero. Lejos quedan los créditos que cubrían hasta el 120% del piso para superar el abismo entre precios y salarios. Nos hallamos en un escenario sin precedentes, donde la generación nacida a partir de los 80 tiene mucho más complicado acceder a la propiedad que las dos anteriores. Esto explica, por ejemplo, que la mayoría de los menores de 45 años en el área metropolitana de Barcelona ya vivan de alquiler.
En otras palabras, aunque no desaparece, el imaginario de la sociedad donde todo el mundo podía ser propietario se agrieta. Y lo que parece dibujarse en sus rendijas es una sociedad de propietarios e inquilinos. Desde las colinas de Barcelona se puede ver lo que viene: el 41% de los hogares ya viven de alquiler, frente al 55,8% que tienen su vivienda en propiedad (y un 64,6% de estos no están pagando hipoteca). En 2017 eran el 38,6% y el 57,6% respectivamente. Todas las formas de habitar que se salen de estos dos polos tienen un papel marginal.
Por lo tanto, todo apunta a una polarización creciente entre quien no puede hacer más que seguir viviendo de alquiler en un sector privado caro e inseguro y quien ha podido acceder a la propiedad, con la consiguiente capacidad para ahorrar y acumular más activos. Lo que definirá el tamaño de esta brecha es la herencia: cuántos inquilinos recibirán una propiedad (o una ayuda familiar para acceder a ella) y cuántos no. Spoiler: la investigación que publicaremos este año sugiere que no es pequeña.
Por supuesto, las desigualdades se agudizan si se mira la situación de los caseros: en Barcelona, representan un 13,21% de los hogares, muy por debajo del 41% que pagan un alquiler. Todo indica que, si crece el número de inquilinos, es porque cada vez menos manos concentran más propiedades, gracias a una transferencia de rentas (de los primeros a los segundos) que les permite adquirir más viviendas y ponerlas en alquiler. Un dato: el 51,4% del mercado de alquiler está en manos de propietarios con 3 viviendas en alquiler o más. Por eso tantas inmobiliarias preguntan a quien se interesa por un piso si es "para vivir o para invertir". Muchos vecinos que en otra época se hubieran comprado su primera casa en el barrio, hoy son excluidos por especuladores que se están quedando con la ciudad como si fuera el Monopoly.
El problema es que nuestro régimen de bienestar sigue como si nada hubiera cambiado, a medida de los que tienen y no de los que ni tienen ni tendrán. Por un lado, a los subsidios históricos que han financiado el acceso a la propiedad de dos generaciones, hay que sumar las bonificaciones a los impuestos de patrimonio y sucesiones -que impiden compensar las desigualdades generadas por esta distribución de la propiedad.
Por no hablar de la larga lista de beneficios fiscales a los caseros, que tributan menos que cualquier trabajador medio, y que merecerían otro artículo. Por otro lado, el Estado mantiene un mercado de alquiler muy liberalizado que aumenta la transferencia de rentas entre sectores en vez de reducirla. Un 42,7% de los hogares inquilinos de Barcelona hacen un sobreesfuerzo, y el 76,3% son susceptibles de ser expulsados cuando acaba el contrato. Vivir en el sector privado del alquiler te hace vulnerable, al margen de tu situación socioeconómica.
Ante este escenario, las políticas de vivienda clásicas no son suficientes. Sí, hay que regular el mercado de alquiler, para proteger a la gente. Sí, hay que hacer vivienda pública y cooperativas para que quien quiera pueda emanciparse del mercado. Pero sin hacernos trampas: será muy difícil lograr todo esto e impedir que la brecha siga creciendo si no se incide al mismo tiempo en la distribución de la propiedad. Ya sea legislando sobre la adquisición y uso de las propiedades existentes, o con una fiscalidad que reparta mejor la riqueza entre aquellos que más tienen y aquellos que menos. No hacer ninguna de estas cosas nos acercará cada vez más a una suerte de capitalismo neo-feudal, donde lo que define tu futuro es la herencia.
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