Una de las promesas del Gobierno de coalición, heredado del acuerdo entre PSOE y UP, era la derogación de la ley de Seguridad Ciudadana, alias ley mordaza. Tiempo después, la ley ni se deroga ni se modifica en sus aspectos más lesivos -prohibición de las pelotas de goma, cuestiones relativas a la desobediencia y la falta de respeto a la autoridad, y devoluciones en caliente-.
Sin embargo, y a pesar de un resultado objetivamente malo, dependiendo de quién explique la situación, la responsabilidad es del PSOE con el "amén" de Unidas Podemos, o bien la responsabilidad es de los espacios políticos que se niegan a "tragar con el sapo". Algunas voces del segundo relato y del espacio de Podemos, incluso llegan a afirmar que negarse a aceptar el dictamen de la ley tal y como está, es apostar por la reforma del PP del 2015.
Nosotras no somos de lo peor mejor y si se consiguieran avances sabríamos valorarlos, pero el debate subyacente en todo este embrollo es el enfoque general de la ley mordaza. Es decir, modificar algunos de sus artículos puede mejorar el texto, pero sigue siendo el esqueleto diseñado por el PP para controlar y perseguir la protesta.
La ley de seguridad ciudadana tiene una concepción del espacio público como si fuera un campo neutro, ajeno a los conflictos y necesariamente funcional en todo momento. La protesta, por lo tanto, es una disrupción que solamente puede tolerarse si no invade del todo la funcionalidad última de la calle: ser el escenario de una sociedad pacificada en sus expresiones de disconformidad, rabia o descontento. En este paradigma, todo aquello relacionado con la democracia reside en las instituciones del estado y en la ley como garante del orden, y toda cuestión ajena a estas entra en el terreno de la amenaza y el riesgo a la estabilidad deseable.
Esto tiene un sustrato que limita aquello que es política y aquello que no lo es, y refuerza la clásica tríada de: voto como forma de participar, partido o sindicato como únicas organizaciones posibles, y sistema representativo como concreción suprema de la acción política. Este triángulo es el que el 15M impugnó con inteligencia colectiva, y que las huelgas generales previas a la creación de la ley mordaza hicieron saltar por los aires, y cuando el PP decidió aprobar la ley, lo hizo con una intencionalidad clarísima: pacificar el ambiente y devolver las cosas a su sitio.
Es este el espíritu de la ley. Y esto no hay quien lo reforme.
La protesta, la regulación del espacio público y el papel que debe ocupar el conflicto son los debates subterráneos de la ley mordaza, y tienen mucho que ver con el trabajo de Luigi Ferrajoli cuando explica la tensión entre los derechos fundamentales y los derechos patrimoniales en un estado. Los fundamentales son aquellos derechos civiles, políticos y sociales, que constituyen los derechos de los ciudadanos para protegerse del Estado, y que son indisponibles, inalienables, inviolables, intransigibles y personalísimos. Los derechos patrimoniales, en cambio, son aquellos que regulan las relaciones posibles entre personas, que se caracterizan por ser disponibles, negociables y alienables. Para él, los derechos fundamentales son condiciones de posibilidad del estado de derecho, fuentes de legitimidad del poder público y a la vez elementos constitutivos de las instituciones. Cuando los derechos patrimoniales pasan por encima de los fundamentales, o cuando los derechos fundamentales son negados en pro de la defensa del estado y las instituciones, se está rompiendo el vínculo de legitimidad entre el estado y los ciudadanos. Son estos derechos los constitutivos de las instituciones, y no al revés.
Si nos ponemos las gafas que nos propone Ferrajoli, una ley que amedrenta el conflicto, los derechos de reunión y manifestación, y que refuerza la tradición autoritaria que tiene el Reino de España para con los conflictos colectivos, es una ley indeseable democráticamente.
Y se suma, en materia de derechos y libertades, a las más de 24 personas asesinadas en Melilla, a la ley de memoria histórica que no investiga las torturas del franquismo, a la negativa a discutir la ley de amnistía catalana, al veto de las comisiones de investigación de la corrupción del rey emérito, y a la utilización de la Constitución como un candado que encierra los derechos colectivos. En un contexto de crisis económica, social y territorial, con los estandartes de pobreza por los aires, la protesta y la organización ciudadana son fundamentales para la salud democrática.
Y en un año electoral, en el que la dialéctica contra la extrema derecha es central en los debates públicos – incluida la segunda moción de censura al gobierno español -, la defensa de los derechos fundamentales debería ser el bastión de todo proyecto transformador. Evadir esta idea, es contribuir a que todas las proclamas para parar la oleada reaccionaria, acaben siendo, como cantaban Mina Mazzini y Alberto Lupo, Parole Parole.
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