Otras miradas

Las balas que nos matan

Jonathan Martínez

Un miembro de las fuerzas de seguridad marroquíes conduce desde suelo español a uno de los migrantes que lograron saltar la valla de Melilla. -Javier Bernardo
Un miembro de las fuerzas de seguridad marroquíes conduce desde suelo español a uno de los migrantes que lograron saltar la valla de Melilla. -Javier Bernardo

El debate sobre la derogación de la ley mordaza ha dejado una amarga resaca de decepción y de infamia. Ahora cunde la impresión de que Pedro Sánchez jamás tuvo el propósito de revertir el estropicio de Rajoy y por eso impuso líneas rojas a las negociaciones, apaños que el PP introdujo en la ley y que al PSOE ya no le parecen un perjuicio a extirpar sino un tesoro a proteger. Son dos los artículos que acarrean la mayoría de las sanciones y que hacen que la ley se llame mordaza: el 36.6 ("resistencia, desobediencia o negativa a identificarse") y el 37.4 ("faltas de respeto a la autoridad"). Esta es la mordaza de Rajoy y ahora sabemos que también es la de Sánchez.

Patxi López llamó "excusas" a las objeciones que ERC y EH Bildu habían presentado ante la Comisión de Interior. Dice López que las pelotas de goma se regulan mediante protocolos y que las devoluciones en caliente ni siquiera aparecen en la ley de seguridad ciudadana. Basta acudir a la disposición adicional décima para desmentirlo: quienes traten de cruzar las fronteras de Ceuta y Melilla "podrán ser rechazados a fin de impedir su entrada ilegal en España" ¿Y cómo podrán ser rechazados? Por ejemplo, con las 145 pelotas de goma que la Guardia Civil disparó contra los quince ahogados de El Tarajal.

La ley mordaza es hija de la crisis financiera de 2008 y nace con un cometido: castigar la disidencia, desalentar la protesta y mantener prietas las filas mientras un minoría se enriquece y una mayoría se desespera. Las crisis económicas no obedecen a un desorden del capitalismo sino que representan el capitalismo en su forma más pura. Detrás de cada crisis hay un proceso de acumulación de capital a favor de las élites y un proceso de desposesión contra la clase trabajadora. Y esa desposesión no es pacífica. Necesita armas, prisiones, leyes de excepción, arbitrariedad policial, televisiones y un control disciplinario de las fronteras.

El próximo mes de junio hará un año que la valla de Melilla quedó regada de cadáveres durante una operación conjunta de las policías de España y Marruecos. En las pantallas de nuestros teléfonos móviles, los cuerpos se amontonaban sobre la arena en medio de un torbellino de gases lacrimógenos y balas de goma. Aunque Grande-Marlaska niega la mayor, las imágenes tomadas por el fotoperiodista Javier Bernardo demuestran que la Policía marroquí actuó en suelo español. Las cifras oficiales hablaban de 23 muertos pero las ONGs contaron 37. Fueron sepultados a toda prisa en fosas improvisadas. Ni siquiera tenían nombre.


En los últimos años, hemos visto con alarma los excesos trumpistas en el muro de México, la soberbia de Matteo Salvini frente al rescate marítimo del Sea-Watch o la orgía de violencia policial que desató Viktor Orbán en los lindes de Serbia. Nos reconforta pensar que la xenofobia institucional es un fenómeno tal vez creciente pero al menos acotado a las prácticas de los nuevos nacionalpopulismos de derechas. Pero no fue Santiago Abascal sino Pedro Sánchez quien vetó las tareas de salvamento del Open Arms y el Aita Mari. No fue Marine Le Pen sino Manuel Valls, ministro del Partido Socialista, quien lideró la expulsión de miles de romaníes en 2013.

La actualidad manda y nos lleva al Reino Unido, donde el multimillonario Rishi Sunak, primer ministro en sus ratos libres, afina una ley que permitiría deportar a Ruanda a los solicitantes de asilo. Mientras tanto, en Italia, el tripartito neofascista bate todas las plusmarcas de la ignominia. Durante el cumpleaños de Salvini, Giorgia Meloni canta en un karaoke una canción de Fabrizio De André que habla de una niña ahogada. Entretanto, las playas de Calabria aún reciben los últimos cuerpos de un naufragio que suma ya más de setenta muertos. Son vidas excedentes, apenas un guarismo en el cómputo total de ese gran moridero de pobres llamado Mar Mediterráneo.

El pasado mes de octubre, Josep Borrell definió Europa como un jardín frente a un mundo dominado por la jungla. Lejos de toda función diplomática, la metáfora suscitó algunos malestares pero también permitió comprender qué clase de esquema mental se esconde tras la administración de una frontera. Porque la frontera no es una mera demarcación territorial ni un simple obstáculo arquitectónico, sino un conjunto de prácticas destinadas a disciplinar a los trabajadores extranjeros y a desvalorizar la mano de obra. Una devolución en caliente o un pelotazo de goma no representan más que un eslabón dentro de una larga cadena de violencias.

La Europa Fortaleza, por supuesto, necesita esclavos africanos que doblen el lomo por cuatro duros en el mar de plástico de Almería o en las plantaciones de tomate de Foggia. Son trabajadores indocumentados, desorganizados, aterrorizados por la amenaza permanente de expulsión o por el chantaje de los terratenientes y de las mafias. El argumentario racista, esparcido a los cuatro vientos en los medios de comunicación bajo el pretexto de la pluralidad informativa, refuerza esta lógica atroz del capital: los dueños del dinero necesitan que las vidas extranjeras valgan menos para poder extraer los frutos de su sudor al más ventajoso de los precios.

Cada patera hundida, cada orden de deportación, cada devolución en caliente, convierten al extranjero en una pieza superflua de un ajedrez cuyas reglas no tenemos derecho a impugnar. El migrante que ha conseguido franquear la frontera vive ahora con la frontera a cuestas. Sus rasgos raciales lo delatan y la Policía va a mirarlo siempre como un posible infractor. ¿A quién recurrirá el extranjero cuando quiera ejercer sus derechos más elementales si quien debería protegerlo se ha convertido en su primera amenaza? ¿Cómo se defienden los derechos de alguien que es invisible a los ojos de una administración que prefiere mirar hacia otro lado?

En 2022, mientras se tramitaba la reforma de la ley mordaza, el Ministerio del Interior adquirió 58.630 pelotas de goma para las unidades antidisturbios de la Policía Nacional y la Guardia Civil. Aún desconocemos si los proyectiles servirán para arrancar los ojos a algún manifestante o si hundirán las paredes del cráneo de algún pobre desgraciado que se atreva a poner sus manos en la malla de alambre de Melilla. Seguiremos discutiendo si el asunto compete a la ley mordaza, a los protocolos policiales o a los estatutos de la FIFA. Eso es lo bueno de los laberintos burocráticos. Que uno nunca sabe con certeza quién dispara las balas que nos matan.

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