Nunca olvidaré el ambiente previo al 19 de marzo en el colegio. Las profesoras de infantil o primaria nos instaban a retratar a nuestros padres con ceras Plastidecor o recortar un mensaje de felicitación con un punzón y un trozo de muestra de moqueta para no agujerear el pupitre (jamás entendí de dónde sacaban tal cantidad de muestras de moqueta). A mí siempre me gustaron los trabajos manuales, me encantaba pintar y recortar cosas, pero el 19 de marzo tenía un sabor agridulce. El día del padre me hacía sentirme la única. Esto no era algo que me ocurría solo en marzo, mi nombre y mi aspecto me recordaban cotidianamente que era diferente, pero el malestar previo a San José, quizá por su carácter puntual, era siempre de una intensidad mayor. Me invadía esa sensación que tan bien describe la protagonista de Hija del Camino de Lucía Mbomío: "No es que no estuviera orgullosa de ser quien era, es que no quería ser distinta. No era fácil ser la única."
Mis padres se separaron cuando yo era muy pequeña, mi madre y yo nos mudamos a otra ciudad y a mi padre lo veía de pascuas a ramos. A principios de los 90 y fuera de las grandes ciudades no abundaban los divorcios, la gran mayoría de familias estaban compuestas por un papá, una mamá y sus hijos e hijas, por lo que de los más de 20 alumnos y alumnas de mi clase de preescolar, solo yo llegaba a mi casa el 19 de marzo con un dibujo en la mano pero sin destinatario para él. Reconozco que resolví el problema rápido, cada año, mi collage de macarrones o mi postal llena de corazones, eran entregados a mi madre, que para eso se hacía cargo en exclusividad de mi crianza, y asunto resuelto. Pero jamás conseguí zafarme de esa desagradable sensación de unicidad. Sensación que me ha asaltado de nuevo al ver el vídeo en que Bertín Osborne denuncia indignado que una profesora de un colegio de Jerez ha propuesto a su clase no celebrar el día del padre, sino el de la persona especial. Él, adalid de la cordura y la decencia, termina su declaración dando un consejo a las familias: 'Si yo fuera jerezano, padre de esos niños, los sacaba del colegio cagando leches'.
Dejando a un lado el matonismo y chulería casposa que inundan el vídeo, el hecho de que llame "loca" varias veces a la profesora (¿una mujer con la que no estás de acuerdo es sencillamente una loca, Bertín? Claro que sí, no esperábamos menos de ti) y su outfit digno de un tejano miembro de la Asociación Nacional del Rifle (ojalá alguien haga algún día un análisis de la indumentaria de los señores de derechas a partir de cierta edad), me gustaría fijarme en la desesperación que en realidad trasluce en el vídeo. Lo de Bertín no es un enfado, no es indignación, es un grito angustiado, es una súplica de ayuda de alguien que no comprende absolutamente nada de lo que pasa a su alrededor. Lo que le sucede a Bertín es que no entiende un mundo que poco a poco va dejando de girar en torno a la gente como él. Un mundo en el que siguen abundando las familias conformadas por un papá, una mamá y sus retoños, pero donde cada vez son más habituales otras muchas: con dos mamás, dos papás, uno o una sola y un larguísimo y precioso etcétera.
Lo que le pasa a Bertín es que nunca fue el único. Porque el mundo, hasta hace bien poco, ha estado organizado y diseñado en exclusiva para personas como él. Lo que le pasa a Bertín, es que ya no es el protagonista y exige su cuota de casito que siente que le están arrebatando.
Sentiría lástima por él y lo perdido, y frustrado, que se debe de encontrar, si no fuera porque al escucharle, recuerdo a mi yo de cuatro años, a la salida del colegio, blandiendo su tarjeta coloreada con esmero y pienso que todo habría sido mucho más fácil si en vez de habitar en el mundo al que se aferra Bertín, hubiera nacido unas décadas más tarde, en este, al que aún le falta avanzar mucho, pero en el que hay profesoras que saben que una familia es simplemente un grupo de personas que se cuidan, se quieren, y que por qué no, se celebran y reconocen todos los días del año que haga falta.
Bertín podría haber elegido cambiar con el mundo, pero ha optado por resistirse a él. Que haga lo que quiera, que viva en su realidad caduca mientras el resto seguimos construyendo una en la que quepan todos los niñas, niños y niñes, independientemente de a quién entreguen una tarjeta el próximo domingo. Eso sí, le rogaría que nos ahorre sus delirios de vaquero de los 60, aunque sé que es demasiado pedir. Mientras tanto, fuera de su cueva, el mundo seguirá girando y será cada vez mejor.
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