Hace unos días, después de entregar mi artículo, llevé en coche a mi hijo y a su amigo –los dos de 12 años– al CC, como llaman al Centro Comercial con canchas deportivas, a pasar el resto de la tarde. Habían comido en casa y me pidieron que les acercara.
Después de comer, antes de llevarles, me puse a rematar el artículo y, como es costumbre, lo leo en voz alta cuando lo voy acabando para concentrarme más e intentar distinguir si el texto fluye o en algún sitio rasca.
En el coche el amigo me preguntó de qué iba aquello que me había escuchado. Les conté que el gobernador DeSantis había aprobado en Florida que se prohibiera hablar en todas las aulas de orientación sexual y de identidad de género a menores de 18 años. Llevo pensando en su reacción desde entonces.
Antes de que yo siguiera contando, mi hijo dijo espontáneo: "¡Qué guay! Así ya no se meterán con ellos". Reaccioné horrorizada explicándoles que ese silencio provocaría que se sintieran peor y horrible si en su casa no les apoyaban, si nadie les enseñaba que no son bichos raros y que tienen todo el derecho de, como el resto, intentar ser felices.
Mi hijo entonces empezó a contar que estaban hartos de esos temas por las batallas que generan pero su amigo, el que quería saber de qué iba mi artículo, lo paró en seco con este argumento: "Déjalo. Yo siempre que hablo de estas cosas con mis hermanas –que son mayores que él– pierdo".
Esto nos pilló llegando. Se despidieron, se bajaron del coche y me dejaron perpleja. Lo primero que pensé fue que no somos conscientes de la que hay liada en los institutos. El silencio que vivimos nosotros sobre estas cuestiones no era sano pero la guerra en la que están metidos ellos tampoco.
Después hice memoria. En más de una década de conversaciones de patio de colegio, de parques y de padres e hijos me he encontrado con niños que me han contado que en el colegio si una niña pega a un niño te tienes que aguantar pero que al revés te mandan a tu casa. También con los que piensan que las celebraciones del 8M son un coñazo que no va con ellos. Otros, que hablar de temas de género con mujeres es garantía de derrota.
Estos testimonios reales, sin olvidar que son alimentados por la matraca política que alienta al machismo, también dicen que no estamos haciéndolo bien del todo; certifican que si no logramos enseñar que la igualdad va más allá de la lucha contra la violencia de género, que ser iguales nos hace más libres y más felices a un@s y a otr@s, no seguiremos avanzando y, lo que es peor, retrocederemos.
Es lo que dicen, desde hace unos años, muchos datos. El Centro Reina Sofía de Fad Juventud acaba de publicar un nuevo informe que concluye que en España el antifeminismo crece entre adolescentes de 14 a 17 años, mucho más entre chicos que entre chicas.
Con toda esta ensalada en la cabeza me he acordado de un episodio que callo desde hace años. En el Ayuntamiento de Madrid premiaban a varias mujeres por su aporte feminista. Cuando subían al atril, las premiadas hacían sus discursos y mentaban a sus hijas que eran ovacionadas por un auditorio lleno de mujeres luchadoras. Cuando llegó mi turno aplaudieron mucho menos mi mención a mi hijo de seis años, que estaba en la cuarta fila. Mi discurso, sobre la necesidad de recordar que hombres y mujeres tenemos que ir juntos y que si vamos contra alguien es contra los hombres y las mujeres que no creen en la igualdad, no despertó el entusiasmo que despertaron otros discursos más frentistas.
Aquel ¿fracaso? lleva casi una década conmigo haciéndome preguntas que no siempre respondo. Una conclusión empieza a estar clara: las feministas que a veces me jalean, que admiro y animo porque me representan y me hacen sentir menos sola, también se equivocan.
Y, admitiendo que este artículo también puede ser un error, me arriesgo a escribirlo porque de verdad creo que dejar a los feministos fuera de la vivencia feminista –que también mejora sus vidas– es un error que ya estamos pagando.
Comentarios
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