Para cualquiera que sepa algo de historia del siglo XX, la fijación de parte de la derecha con los okupas suena familiar. Todas las estadísticas revelan el escaso peso de la okupación en el parque de viviendas. La mayor parte de los casos se dan en pisos de bancos, que no se molestan en iniciar proceso de desahucio. La historia de la familia que vuelve de fin de semana y se encuentra su vivienda habitual okupada y sin posibilidad de recuperarla es un mito. Abogados y jueces han recordado que la ley es muy garantista con los propietarios. Da todo igual. Los bulos o medias verdades sobre okupas ocupan horas de televisión y portadas de periódicos. Es un bulo tosco pero efectivo, porque vivimos en un país todavía mayoritariamente de propietarios -gente, muchas veces, mayor y que se informa a través de medios tradicionales que se han entregado al populismo reaccionario-.
La extrema derecha tiene más enemigos formidables: los manteros, los inmigrantes, los menores extranjeros no acompañados. Los enemigos de la extrema derecha son siempre los mismos. Los débiles. Llama la atención, teniendo en cuenta lo que le gusta al populismo reaccionario la épica y el heroísmo, los donpelayos y los blasdelezos. A falta de piratas ingleses o continentes que conquistar, les valen unos manteros en la Gran Vía.
Los débiles llevan siendo el objetivo de la extrema derecha desde más de un siglo. Entonces eran los judíos, los gitanos y las minorías étnicas y religiosas de una Europa aún multicultural y diversa. Sobre ellos se construyeron mitos igual de absurdos que sobre los okupas o los inmigrantes sin papeles hoy. Los libelos de sangre bajomedievales, que acusaban a los judíos de sacrificar niños cristianos y otras monstruosidades, volvieron a ponerse de moda a fines del XIX y alimentaron pogromos en la Europa del este.
En Estados Unidos, el equivalente en la misma época eran los negros: la gran amenaza para la nación, una minoría castigada, empobrecida y sin derechos. El segundo Ku Klux Klan surgió en 1915. Doce años antes, en 1903, el pogromo de Chisináu (Moldavia), entonces en el Imperio ruso, había marcado un antes y un después en la violencia antisemita. Ese mismo año se publicaban, también en territorio zarista, los Protocolos de los Sabios de Sión: un panfleto que revelaba una supuesta conspiración judía con apoyo masónico para apoderarse del mundo. Pese al delirio del argumento, tuvieron un enorme éxito. Influyeron en Hitler y encontraron eco en el franquismo -la famosa "conspiración judeo-masónica"-.
En el origen del fascismo y los genocidios de la primera mitad del siglo XX está el auge, a fines del XIX, de la extrema derecha tal y como la conocemos hoy, el nacionalismo y el racismo biológico. También la reacción contra un mundo que se modernizaba y se democratizaba más rápido de lo que algunos podían digerir. Todo ello resuena en el siglo XXI. Algunas cosas han cambiado desde entonces. Otras no: la deshumanización del Otro y la identificación del débil como enemigo supremo siguen muy presentes en la ideología populista reaccionaria. Estos días parece que vuelven también el squadrismo y los camisas pardas, aunque con uniforme de empresa.
Hoy, como hace un siglo, la razón y los datos parecen servir de poco ante los bulos de la derecha. Hoy, además, cuentan con el apoyo de numerosos medios de comunicación hegemónicos. Es difícil que quienes estudiamos el pasado podamos hacer más por exponer la propaganda reaccionaria que los juristas, periodistas o politólogos. Pero podemos, al menos, hacer dos cosas: recordar las consecuencias catastróficas que tuvieron en el pasado ideas semejantes a las que hoy se defienden en la calle y se blanquean en los medios. Y dejar constancia de la advertencia. Si llega lo peor, que no se diga que no estábamos advertidos. Que no sabíamos nada. Esa disculpa quedó obsoleta en 1945.
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