En 1731 hubo la primera huelga de jueces de la historia. La historiografía la denomina "huelga de abogados" pero es que en los siglos XVII y XVIII los conceptos abogado y juez se confunden referidos ambos a una misma categoría de sujetos, hablamos de esas gentes que, por sus saberes y posición social asistían al poder en su función de administrar justicia.
Vayamos por partes. Los modelos judiciales que se despliegan a lo largo de la Edad Media son ya muy distintos de las formas del proceso que conoció la Antigüedad. En los tiempos de las ciudades estado, pienso en Atenas o en la misma Roma republicana, la justicia era un tema que incumbía a toda la comunidad, por eso, como sabemos por el caso de Sócrates o por las defensas de juristas como el gran Cicerón, el juicio se celebraba en medio de la asamblea de ciudadanos, no existía algo como lo que hoy representan los jueces y fiscales y era la propia comunidad la convocada a hacer justicia. Eran comunes jurados de cientos de miembros, lo que daba a la sentencia un verdadero carácter político. En todo caso, el modelo desaparece cuando se extingue la democracia de las repúblicas urbanas.
A lo largo de la Edad Media el acto judicial se va trasladando, en un proceso de concentración del poder, desde ese espacio comunitario de la ciudadanía a la persona del rey que vendrá a justificar su papel dirigente como contrapartida a su obligación de hacer justicia. Estamos en los prolegómenos del nacimiento de la idea del estado en su sentido moderno. Como se puede imaginar, convertir al rey en el único juez competente para todos los procesos resultaba materialmente imposible, lo que llevó a un proceso de delegación de la actividad jurisdiccional en esos ayudantes técnicos surgidos de las nuevas universidades. Eran los denominados abogados, que, en nombre del rey, estudiaban los casos y redactaban las sentencias.
El problema comenzó cuando estos profesionales, ricamente remunerados para esta actividad, terminaron asumiendo como propia, como hacían el resto de los gremios respecto a su propio nicho económico, la función de juzgar. Este intento de apoderamiento de la actividad jurisdiccional provocará, a lo largo de los siglos en los que se construye la Modernidad, un larguísimo conflicto. Se constituirán dos bandos, por un lado, los que defendían una justicia retenida, es decir, la vinculación del acto judicial a la soberanía del poder, en ese momento al rey y su Corte, y los partidarios de una justicia delegada que convertía a esos abogados-jueces en los titulares independientes de ese poder originariamente real.
El conflicto recorrerá todo el Antiguo Régimen y será violentísimo, no solo con esa huelga que hemos mencionado, sino que acarreará también revueltas, asesinatos y un conato de guerra civil. ¿Qué es lo que, en el fondo, se debatía? Como siempre, el tema era más complejo que la mera definición del sistema judicial. Estamos en ese siglo donde las corrientes ilustradas empujaban hacia la modernización de la sociedad con propuestas que hablaban de secularización, progreso y un incipiente conato de bienestar social. La Corona, es decir, ese antecedente del Estado comprendía que el progreso no solo era bueno para la comunidad, sino que era el fundamento mismo de su poder como nación. Por eso, la justicia retenida caía del lado de la modernidad. Los filósofos de la Ilustración eran conscientes que solo un poder fuerte y decidido podía confrontar con el peso inmenso de una reacción sostenida, además, por la Iglesia.
A la contra, esa Iglesia y todos los poderes vinculados a la tradición y las viejas costumbres apostaron por la independencia de los jueces a los que, a través del confesionario y la presión social, era mucho más fácil manejar en su lucha contra el progreso. La lectura del "Tratado sobre la Tolerancia" de Voltaire lo deja bien claro. Analizando el escandaloso "caso Calas", Voltaire denuncia como la acción de jueces independientes podía ser contraproducente. Azuzado desde el púlpito, aquel tribunal constituido por juristas celosos de su autonomía vio fantasmas de herejía por todos los lados, y el pobre Calas, un ciudadano protestante que quiso ocultar, por mera vergüenza, el suicidio de su hijo fue ejecutado bajo la más terrible tortura. Pocos años más tarde, en un caso mucho más flagrante y donde sí había esa herejía y mil otras causas de escándalo -me refiero al juicio contra el Marqués de Sade- la intervención de la Corona, es decir, del Estado, evitó la tortura y la pena quedó reducida a unos pocos meses de cárcel.
Es cierto que, al poco, con la Revolución Francesa, el modelo entra en un cambio de ciclo, pero no por eso deja de ser heredero de toda esta historia, algo que configurará gran parte de la realidad de lo que, hasta hoy mismo, es el aparato judicial.
De entrada, ahí está la respuesta a la estructura del proceso, compuesto por esas cuatro figuras del juez, el fiscal, el letrado judicial y el abogado, y que nos recuerda los distintos momentos de la batalla judicial que recorre todo el periodo predemocrático. No podemos olvidar que tanto la figura del fiscal como la del letrado judicial vienen a reafirmar, en medio de la sala judicial, la presencia del Rey, de ahí su denominación: la palabra fiscal procede de "fisco", es decir, de ficticio. El fiscal no es otro sujeto que la figura "ficticia" del monarca tal y como nos narra la bellísima doctrina medieval de "los dos cuerpos del rey". El fiscal, con el secretario o grefier, constituyen las bazas que utilizó la Corona para recuperar el control del proceso, todo ello frente a unos jueces que, bajo la doctrina de la justicia delegada, reclamaban la independencia.
Con ello ya podemos remarcar dos cosas, de entrada, que el concepto de Independencia Judicial no es, en absoluto, un principio vinculado a la democracia y surgido con la Revolución Francesa, sino que se vincula más con la Edad Media y las formas de poder que constituían la Corte. Aquellos juristas que reclamaban su autonomía lo hacían bajo consignas y propuestas absolutamente medievales y gremialistas. Y, lo segundo, el concepto de Independencia del Poder judicial no tiene nada de moderno, ni trabaja en línea con la modernidad y el progreso, todo lo contrario, como en la Fronda, aquel conato de guerra civil que sacudió toda Francia es la aristocracia más conservadora la que se rebela contra el poder del estado.
Con la Revolución Francesa muchas de estas líneas ideológicas cambiaron de bando. La idea de progreso rompió con la expresión monárquica del poder y se unió al pueblo, pero, en el fondo, como anota Lampedusa en su novela "El gatopardo", muchos de los cambios se hicieron para que nada cambiase. Al poco, de la mano de Napoleón se recreará una estructura semejante a la vieja Corte monárquica, eso sí, bajo las nuevas formas de la Administración Pública, lo que hoy llamamos Estado.
Lo curioso es que, nuevamente hoy día, es el poder público el que levanta el estandarte de la Ilustración, comprendiendo que el progreso y el avance social son la mejor expresión del éxito político. Y, repitiendo la historia, de nuevo, son los magistrados del poder judicial los que reclaman esa independencia gremial, sostenidos y respaldados por los rescoldos de un Antiguo Régimen que aún colea en no pocos espacios de la Edad Contemporánea.
Hoy oímos decir que los jueces y juristas, vinculados al estudio y aplicación del derecho, son por su propia naturaleza conservadores. No, no es cierto. El derecho puede ser -y lo ha demostrado en no pocos momentos- profundamente progresista. No son los jueces los conservadores sino su estructura gremial. Hay, en esa construcción colectiva, una verdadera ideología judicial. Esa hambre por acaparar el acto jurisdiccional es ya una expresión ideológica, la ideología que alimenta un conflicto que recorre la historia desde el medievo y que hoy aflora de nuevo en medio de la crisis del siglo XXI. No es casual que ese reclamo de independencia surja cuando ese poder, ya sea la vieja Corona o el moderno Estado, busca objetivos de progreso y bienestar social. Tampoco será casual que este reclamo siempre se haya visto asistido y jaleado, como nos recuerda Voltaire en su tratado, por las fuerzas más reaccionarias del momento histórico.
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