El nudo en el pecho que agarra fuerte. La mandíbula apretando. Los dientes mordiendo la parte de dentro del moflete. El ceño fruncido. La mirada nerviosa hacia otro lado. Los puños con los nudillos blancos de tanto apretar. Todo eso, cualquier cosa, menos una gota salada corriendo por las mejillas: lágrimas negras. Salirse de una habitación antes del momento exacto en el que uno no puede contener más el llanto delante de alguien que nos quiere, o alguien a quien queremos pero ya no lo hace de vuelta: lágrimas negras. Hablar de algo íntimo delante de un público especial, tragar muy fuerte saliva y respirar mientras tus manos tiemblan: lágrimas negras. Pasar esta navidad/cumpleaños/graduación/domingo de paella con todos menos con quien también tendría que estar, escuchar su nombre, mirar hacia su sitio vacío, ver su objeto personal en el estante de enfrente, recomponerse como el niño fuerte que debe mantener la alegría en la habitación para ser un alivio tierno al duelo en común: lágrimas negras.
No se puede llorar, no se quiere llorar, o no se debe llorar. ¿Por qué tanta gente somos capaces de comernos el mundo entero en formato nudo en el pecho con tal de no sentir los ojos acuosos?
En infinidad de ocasiones el llanto ha sido castigado, arrebatado, negado en la socialización de algunas personas (se me ocurre, sobre todo, al grueso de la población masculina, como relata el artista emergente 2001 -que tanto recomiendo, por cierto- en Llorón) o directamente ignorado hasta que dejaba de tener su función. Desde pequeños se han ido apaciguando nuestros gimoteos bajo la misma consigna "¡no llores, que llorar no es de mayores!", mientras que muchas otras veces directamente se nos ha cortado la oportunidad de llorar para que dejáramos de dar por culo, independientemente de si en ese momento lo necesitábamos cuando no éramos capaces de gestionar algo que nos venía grande. Cada vez son más las madres que tratan de visibilizar otro tipo de educación donde sobre todo, esa asociación entre ser más maduro, ser más competente y llorar menos está siendo desterrada, pero esta imagen sigue siendo fuerte en nuestra cultura: se pintan como valientes y fuertes a los personajes que viven el duelo en silencio. Al crecer, desde que una va entrando cada vez más a la vida adulta, vive en sus carnes y se rodea de gente que menciona el hecho de que "no tiene tiempo para llorar", o que hacerse mayor es valorar si a uno le sale rentable en ese momento gastar el momento para llorar o ponerse a hacer el resto de las cincuentamiltrillones de cosas que tiene el día. Una vez más, los ritmos insufribles a los que estamos atados no dejan fuera la imposibilidad de pararnos un momento a, no ya entender o conectar con nuestras emociones -¡vaya lujo!-, sino simplemente dejar que ocurran.
Encuentro igualmente cuestionable medir la importancia que se le tiene al otro en base a las lágrimas. Yo no voy a mentir, como todos he cantado alguna vez Cry Me A River (bien sea interpretada por Ella Fitzgerald, Aerosmith, o reinventada por Justin Timberlake) cuando nos han jodido pa’ vino, como dicen en mi tierra, para ver cómo el otro sufre y gime de dolor tras arrepentirse por ello. También he sido de las que pasando por delante de su ex, con el alma en los pies, ha aguantado como una campeona el tipo porque desde que tengo uso de razón, he escuchado, y también he aconsejado: "A quien no lo merece, ni una mirada, ni mucho menos una lágrima". Pero dime a mí qué me importa que me lloren arrepentidos si lo máximo que voy a sentir después de eso es el agridulce orgullo por "venganza" (que jamás es justicia) de ver a quien me hizo daño arrastrarse por mi, rollo punitivo, rollo martirio cristiano creepy. O por qué tengo que hacerme la chula y la digna delante de alguien que me ha roto el corazón. A lo mejor, puede que las lágrimas no se merezcan, ni se deban exigir como paso para poder perdonar. Quizá es que simplemente son una respuesta más en nuestro cuerpo que, por cualquier razón de las que he mencionado, se está condicionando como experiencia vital y no dejando simplemente ser.
Llorar en la mayoría de casos es una señal de respuesta emocional sana: el sistema nervioso parasimpático responde al momento de estrés o emoción intensa que el sistema simpático vive y lo regula a través de las lágrimas. Este acto nos diferencia de otros animales, evidenciándose como un proceso aprendido más: hacerlo delante de un otro le presta una señal para entender cómo somos afectados. Desde los primeros llantos, comprobamos la forma en la que estos nos sirven como herramienta fundamental para algo que nos constituye como humanos: pedir acompañamiento, ayuda, comunidad, porque no se nos puede explicar sin un otro, un colectivo, que nos presta el hombro, nos atiende o llora de risa con nosotros. Sea como sea, insisto en que llorar es una respuesta normal a la vida que nos atraviesa, a veces incluso nos recuerda que buscamos ser acompañados (aunque también busquemos llorar solos), y vivir en una sociedad que pretende alterar, cortar ese ritmo al que respondemos, o veteranos de poder compartirlo con otros para mostrar mayor autocontención, orgullo o valentía, tiene poco de sano.
No hace falta que ocurra un hito radicalmente trascendente, o una catástrofe infernal para justificar nuestras lágrimas. No hay una cantidad mínima necesaria de razones para que se le permita a uno emocionarse. No estaría siendo sincera si os dijera que después de este artículo espero que vosotros, o que yo misma, no vayamos a tragarnos más sollozos. A veces toca. Simplemente me gustaría que el mundo no se midiera por la cantidad de lágrimas que uno vertiera (sean muchas o pocas) y se entendieran como un proceso fisiológico más, dejándose de fiscalizar tanto como se hace. Llorar no es de nadie: ni de chicas, ni de chicos, ni de niños, ni de mayores, ni de ricos, ni de pobres, ni de buenos, ni de malos. Es un modo de existencia más en eso que somos llamado cuerpo. Yo entiendo que no podamos estar todo el día llorando, pero en el mundo hay muchas razones (no todas malas) para hacerlo, y a veces, hace mucha falta, y está bien.
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