Alfonso XIII estuvo en Agramunt en mayo de 1930. Agramunt es una localidad relativamente pequeña de la comarca de Urgell, en Lleida. No es que el rey fuera a visitar ese pueblo en concreto, sino que estaba de ruta por la provincia. En cada zona, me imagino, lucieron para él sus mejores galas y sus grandes proyectos. Allí, por ejemplo, se afanaron para que conociera la presa del Canal de Urgell. El hombre, incluso, tuvo que recorrer en lancha un trozo del canal. Gajes del ‘oficio’, claro. El monarca, que un año después tuvo que abandonar el país tras el triunfo de la República, debía de imaginarse ya que las cosas se iban a poner feas para él.
La que no podía imaginarse que la vida se le iba a complicar era una pequeña Inés Palou. Ella tenía entonces siete años y fue elegida para entregarle un ramo de flores al rey. Ataviada con un traje tradicional de la comarca, Palou miraba con curiosidad la escena. Aquel evento, como no podía ser de otra manera, fue narrado por la prensa de la época. En La Vanguardia, Palou pierde su nombre en el pie de foto: "Una linda niña ataviada a la típica usanza regional, entregando al Rey un ramo de flores a la puerta de la vieja iglesia románica visitada por Su Majestad". Fue ella, mucho después, en su célebre Carne apaleada [recientemente reeditado por el Colectivo Bruxista] la que recuperó la anécdota que había quedado sepultada en la hemeroteca.
Ella, que había tenido, en sus propias palabras, "una vida normal, burguesa, de buenas costumbres", acabó olvidando en la cárcel prácticamente todo lo que había aprendido. Creció en un "pueblo al que llamaban villa, enmarcado entre dos sierras", de la mano de su abuela, Dolores, conocida en el pueblo como ‘Dolores del café’ y cuidada con amor por Ramona y Ángelita, amigas de la familia. Pero de nada "sirvieron cuarenta y siete años de vida honrada a la hora de juzgar" su "conducta en un mal momento".
Mientras escribía sus memorias, escondida tras el alter ego de Berta, Inés Palou reconocía recordar vagamente su infancia: "No recordaba ni mi casa ni mi calle. Ni siquiera a mis amigos. Recordaba retazos sueltos de mi vida". Eso sí, Palou recordó siempre la iglesia de su pueblo. Fue precisamente en la puerta de Santa Maria de Agramunt, una iglesia románica declarada bien cultural de interés nacional en 1931, donde entregó el ramo que la llevaría a salir, probablemente por primera vez, en el periódico.
En Carne apaleada cuenta que "fue elegida en el colegio de monjas concepcionistas [Col·legi Mare de Déu del Socós] para entregar un ramo de flores al rey de España, que visitaba Cataluña, ya con paso apresurado, perseguido de cerca por el viento de la cercana República que soplaba amenazadoramente para su corona". El libro, escrito a toda prisa y de memoria por la autora, cae en muchas ocasiones en pequeñas inexactitudes. En este caso, por ejemplo, Palou asegura que la foto fue portada de La Vanguardia. Dice también que la prensa fotografió el momento en que el rey la besaba. Si no le falló a ella la memoria, ha fallado en la hemeroteca. En las dos únicas imágenes que he podido encontrar del momento, no puede intuirse ningún beso. Lo de la portada puede que sea cierto si es que La Vanguardia contaba con ediciones territoriales, algo que desconozco. En la hemeroteca del medio encontramos a la "linda niña" en la página cuatro. Un detalle sin mucha importancia, desde luego.
Aquel día, Palou fue el orgullo de su familia -y lo fue hasta que todo se torció–: "Entonces, la abuela, la vieja Ramona de Casa Obispo, Angelita la Mancha y el viejo Saldoni del café sintieron llenarse sus ojos de lágrimas. Lágrimas de ternura y orgullo por la gran hazaña de entregar un ramo de flores al rey, que había realizado aquella pequeña niña que se había adueñado de sus corazones y era la reina de la casa". Palou agradece en su primera obra que "Dios quiso llevárselos a todos a tiempo. A tiempo de evitarles la vergüenza, la gran vergüenza" de saber que la niña de sus ojos acabaría "entre rejas, presa en la cárcel como una delincuente más".
Convertida, con el paso de los años, en un símbolo de la violencia que sufrieron durante el franquismo los y las presas consideradas comunes o sociales, Inés Palou es una autora relativamente olvidada y sobrevalorada a partes iguales. Detenida por primera vez en 1968, Palou parece buscar en Carne apaleada el perdón. El escritor Alberto Sánchez Álvarez-Insúa escribe en ‘Inés Palou: Dos novelas y un suicidio’, que "tenía un buen cúmulo de prejuicios burgueses", "una cierta propensión a la cursilería" y "una visión del «otro» distante". Sánchez asegura que a Palou se le escapa "la conclusión más obvia: el sistema carcelario ignora la condición humana del recluso y lo cosica, degradándole". Coincido con él en que, a lo largo de toda la narración, Palou parece segura de no merecer su castigo, pero no resulta tan firme en la crítica a la condena de otras de sus compañeras. Sin embargo, en las últimas páginas de su primera novela, sí que afirma que la cárcel nunca es la solución, que su fracaso es una evidencia. Habla de la cárcel como "la escuela del vicio donde se aprenden toda clase de perversiones", de "seres enfermos y anormales" que tiempo atrás habían sido "personas normales, sanas y completas". Una visión incompleta de las violencias estructurales que llevan a tantas personas a delinquir. Incluso, a ella misma.
Inés Palou se suicidó en 1975. Se tumbó en las vías del tren de Gélida, en Barcelona, y dejó que el ferrocarril destrozara su cuerpo. Ya había entregado Operación dulce, su segunda novela. Estaba nominada al premio Planeta y, quizá, harta de vivir, quiso poder consagrarse como una estrella literaria: "Pienso que con mi muerte le sirvo en bandeja el boom editorial del año", escribió en una nota a José Manuel Lara. La ganadora de aquel año fue Mercedes Salisachs.
Desde entonces, la figura de Palou planea con cierto misterio. Desde luego, sus escritos, sus declaraciones en prensa y todo lo que se ha dicho después sobre ella, refuerzan la leyenda. En torno a su figura, a su lesbianismo, a los motivos que la llevaron a la cárcel, los silencios son tantos que las posibilidades de confabular parecen infinitas. Pero para devolverla al lugar que se merece, el primer paso quizá tenga que ser encontrar, entre sus palabras, las verdades que nunca se atrevió a escribir.
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