El estado parlamentario español surgido de la Constitución de 1978 se enfrenta en estos inicios de la década de los 20 a una especial densidad histórica. Que estamos en un momento de crisis a duras penas entraña novedad. No solo los resultados electorales, también las prácticas que se imponen y los discursos que se oyen dejan obsoletos no solo las mecánicas institucionales, también, incluso, las propias instituciones. Decían los constituyentes americanos que "la Constitución no es un pacto suicida", la Constitución es y debe ser una realidad siempre actual, un espacio abierto al acontecimiento político y, por ello, construida en la urgencia de cada momento. No estoy de acuerdo con esos que hablan del texto constitucional como de un marco. Por el contrario, la metáfora que mejor puede definirla es la de un camino. Habrá márgenes infranqueables, pero hay sobre todo una direccionalidad, un sentido en la marcha, exigencia de esa idea de progreso que satura todo el texto del Preámbulo. Hablar de líneas rojas, de límites prohibidos o de costumbres ancestrales, va contra su propia etiología. Esto es especialmente cierto en el tema de la amnistía, convertido en piedra de escándalo por numerosos comentaristas.
La palabra 'amnistía' está asociada etimológicamente con amnesia y tiene su origen en el decreto ateniense, tras la guerra civil contra los Treinta Tiranos, por el que, en bellísima e ingenua expresión, se prohibió "recordar las desgracias". Ya desde ahí, y ¡cómo no! en la actualidad, el concepto se instala en la vertiente política. Ese es el error de la mayoría de los analistas y que les lleva a confundirlo, equiparándolo, con el concepto 'indulto'.
La prohibición de los indultos colectivos surge de la propia mecánica del derecho penal, tanto la pena como, por pura lógica, su levantamiento y perdón, tienen que adecuarse a la subjetividad del reo. Esta fue la gran aportación del pensamiento Ilustrado al derecho penal. No puede haber penas colectivas ni, por lo tanto, indultos colectivos, pero deducir de ahí la prohibición de la amnistía, interpretándola como un acto que va, incluso, más allá de este tipo de indultos, resulta un error garrafal.
La amnistía no es un acto de gracia, ésta es la clave, sino un acto político, el acto político por excelencia, equiparable a ese otro acto, también político, que constituye la declaración de guerra. Con esto quiero desvincularlo, no solo de su posible sometimiento al orden judicial, sino incluso al Tribunal Constitucional. Son actos metaconstitucionales que colocan al aparato del poder en los bordes mismos del principio de soberanía.
En la declaración de guerra el acto político canaliza la totalidad del esfuerzo comunitario empujándolo, desde el marco institucional, hacia la violencia máxima que entraña la guerra. En la amnistía, en simetría de formas, esa violencia que desgarra el tejido social se recanaliza a la institucionalidad política.
La amnistía es el pacto político por el que un estado resuelve el impasse de una aporía histórica, una de esas situaciones donde la convivencia política entra en bucle incapaz de dar respuesta a un problema que amenaza con destruirla. Pacto con el pasado, como afrontaron los atenienses y como también sucedió a la sociedad española en algún momento, pero también pacto con el futuro, es decir, reflexión desde la que abrir vías de solución allá donde el derecho no las encuentra. La amnistía, como también se puede predicar de la guerra, es, por definición, extrajurídica, como "la continuación de la política por otros medios" definió la guerra el general von Clausewitz en su famoso tratado, ambas entrañan una suspensión del tiempo jurídico, reintroduciendo a la comunidad en el punto más radical del acontecimiento histórico. Por eso, con la amnistía, en absoluto estamos ante un acto de ribetes jurídico-penales: ahí no hay un acto de perdón, sino de eficacia constitucional.
Por eso sorprende la machacona insistencia de algunos autores sobre su imposibilidad jurídico-constitucional, una machacona negación que, sin embargo, se combina con la incapacidad de aportar solución alguna, como si el texto de 1978 nos condenara a ese desgarro continuado en una herida imposible de curar, ese pacto suicida al que hacíamos referencia. Todo lo contrario al mandato de la Constitución.
Y ahí hay que señalar la eficacia abrumadora que desprende uno de los artículos más interesantes del texto de 1978. Me refiero al artículo 9.2, tantas veces olvidado pero que debiera estar grabado en la mente de todos los políticos. "Corresponde a los poderes públicos... remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud...". Soy consciente que el artículo apunta al espectro social de los derechos fundamentales, sin embargo, su ubicación en el marco del Título Preliminar, un título que constituye el fundamento mismo del sistema, así como su propia enunciación, reclaman de nosotros una lectura más generosa. No lo olvidemos, el articulo habla de la eficacia de la Constitución y es eso lo que se juega con la amnistía. La propia redacción del texto debería bastar para levantar toda suspicacia: la libertad y los derechos a los que se refiere son también los de la convivencia política y ésta, así nos lo reclama con toda su fuerza el artículo, ha de ser real y efectiva.
La importancia de este artículo es que constituye un mandato que se dirige al estado en su totalidad. Se impone a esos tres poderes -los poderes públicos- que se reparten el ejercicio del estado: legislativo, ejecutivo y judicial. En breve, es el estado en su totalidad el llamado a remover esos obstáculos que paralizan la convivencia. No hay espacio para la matización jurídica.
En definitiva, un remover los obstáculos que afecta tanto a la labor del Poder Judicial como del mismo Tribunal Constitucional. Estamos ante un acto inequívocamente político y aquí la labor del aparato judicial, salvo en sus matices técnicos, no puede ser otra que proactiva. El juego de las frases compone el sentido del texto, y este artículo precede de forma inmediata al otro pilar fundamental del texto constitucional, el artículo 10, donde se proclama la dignidad de la persona como fundamento del orden político y la paz social. El concepto de paz social resulta imposible no vincularlo el concepto amnistía.
Pero tampoco se puede entender reticencia alguna por parte del Tribunal Constitucional. Es cierto que, desde hace algún tiempo, fruto de ese lawfare que asola los territorios jurídicos de Occidente, venimos viendo una intromisión cada vez más aguda de los tribunales constitucionales en el espacio de la labor política. Siempre he entendido que la verdadera función del Tribunal Constitucional no debía ser otra que la de "corrector", ese "legislador negativo" del que nos hablaba Kelsen, un trabajo de gramática constitucional a la búsqueda de la máxima calidad del texto legal. Pero es que, en este caso, el tema de su competencia se reduce aún más y lo hace por la dimensión soberana que reclamamos al acto de amnistía. Un acto derivado directamente de ese "garantizar la convivencia" que proclama el Preámbulo constitucional como objetivo básico del estado.
Como decíamos al principio, estamos ante uno de esos momentos críticos donde se condensa la vida. Son los momentos que delatan al genio político. Con ellos, no pocas veces cambia la Historia. El gobierno de izquierdas que puede salir de este cruce de circunstancias tiene ahí su verdadera oportunidad histórica.
Comentarios
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