Otras miradas

Vivir viviendo

Marta Nebot

En estos días se oye tanto hablar de desconectar, de descansar, de las tan ¿merecidas? vacaciones, de la ilusión de verlas llegar, de la desilusión de terminarlas, que voy a reflexionar sobre ellas aunque para mí –como para tantos– no signifiquen casi nada. Como autónoma freelance que he sido desde el principio, descansar siempre fue un lujo que no se cobraba. Y, además, es que desconectar puede ser tantas cosas como nada de nada.

A estas alturas ya he vivido periodos seudovacacionales que fueron peores que muchas campañas. Pasarlo bien también es un músculo. Si no se ejercita podemos sentir que ni lo tenemos. Descubrir qué es lo que de verdad nos gusta es más difícil de lo que parece, no se puede comprar por Amazon en un momento.

Para mí desconectar significa salir del torrente de información que no cesa; del inclemente estudio de la actualidad que examina cada día, cada hora, cada semana. Es tumbarme en la orilla y de verdad secarme de las últimas que me salpicaron y de las que se me quedaron pegadas a la piel y a la cabeza;  es caminar por la orilla mojándome con ideas propias nuevas;  es intentar llegar hasta el horizonte soltando lastres de insatisfacción, de culpa, de ansiedad, de indigestas bolas de desilusión, de todo eso que pesa más que los años y los kilos y que puede hacer estallar la olla a presión si no encuentro la manera de ponerle un pitorrito, alguna pequeña salida.

Concha García Campoy decía que no había vivido más fuera de la realidad que cuando trabajaba al hilo de la actualidad.  La corriente es tan brutal que arrasa. No hay manera de pararla, de organizarse, de encontrar ese presunto momento para todo.


Yo, workaholic perdida, enamorada de lo que hago, cerca de cumplir cincuenta años, por fin soy consciente de que necesito desconectar de verdad para poder volver a conectar a diario. Preciso vaciarme de discursos, salir de la catarata de palabras, limpiarme –porque mancha– de la guerra dialéctica en la que sobrevivo, más que vivo. Permitirme no pensar en nada y sentirme a salvo. Hacer cosas que no sean para buscarme la vida sino para encontrarla. Ser solo piel, ojos, boca y oído selectivo en busca de satisfacción y chispazos de felicidad. Dejar que los sentidos manden y que la cabeza se calle, se desarme, se quede en pelotas. Ser poco más que mi ficus o mi gato, solo persona. Dejar que mi propósito sea solo ser y estar.

Y cierro los ojos y me veo caminar por esa orilla en tetas, como hice como gesto de libertad y de rebeldía desde que las tuve hasta que me hice seudofamosilla. Paseo por esa playa infinita por la que en mi cabeza puedo caminar cuando quiera y no lo sabía.

Y lloro y río a la vez al hacerme consciente: puedo parar cuando quiera y proponerme hacerlo más y darme cuenta de que eso será mejor que irse una quincena entera todos los años del mundo.


Éste no iré en cuerpo pero acabo de estar allí en alma.

Ojalá este curso consiga muchos más momentos para visitarla.

En esta cultura laboral tóxica en la que siempre he vivido,  en esta atmósfera irrespirable de ritmos inhumanos en casi todos los entornos creo imprescindible aprender a imponernos desconexiones, sacarnos de los tsunamis de obligaciones, descansar en serio como si fuéramos nuestros propios inspectores laborales, cogernos vacaciones de nuestros propósitos y de nosotros mismos... En definitiva, vivir viviendo porque la vida inexorablemente se acabará y, aunque se nos olvida, además de trabajadores y consumidores, somos personas –o algo parecido–.

 

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