Mi primer jefe era un agresor sexual. Yo entonces no lo sabía, claro. Es decir, sabía que metía las manos bajo la camisa del uniforme de su auxiliar —lo vi con mis ojos— pero todo resultaba tan confuso en los primeros noventa... ¿Y si ella quería? ¿Y si no le importaba? A las pocas semanas supe que esa cercanía entre ambos era vox populi y me comentaron que seguramente ella lo buscaba porque ¿quién no quiere tener el favor del jefe? Con diecinueve años recién cumplidos no acertaba a comprender muchas de las intrigas del mundo adulto. Aun así, intuía que la tristeza manifiesta de aquella compañera tenía relación con el trato que recibía por parte del patrón.
Aunque en el edificio en el que se ubicaba la empresa se aprovechaban todos los espacios bien como salas de atención al público o bien como almacén, la habitación del fondo de la planta baja se reservaba para guardar un solo mueble, una vieja butaca reclinable. Un veterano me confesó que a aquella sala la llamaban "la polvera" porque era donde el jefe se encerraba a echar un polvo con las empleadas 'que se dejaban', y que para eso servía la poltrona. En ese mismo negocio, otro de los directivos le arreó una palmada en el culo a la gobernanta, gesto al que esta respondió con una risotada mientras trataba de huir pasillo arriba. Uno más, que no ostentaba ningún cargo pero que, al ser varón, se le reconocía tal rol como por inercia, no solo me agarró una teta sino que se enfadó cuando le respondí con un guantazo tal que aún me pica la palma de la mano cuando lo recuerdo.
Me temo que, en mayor o menor medida, todas las mujeres que compartimos ese espacio laboral soportamos algún tipo de acoso sexual en una época en la que ni siquiera entre nosotras mencionábamos esas actitudes. Los agresores, por su parte, fueron y son señores respetadísimos. Tanto, que si dijese sus nombres, de inmediato se encontraría una justificación a sus actos: era un bromista, a veces bebía demasiado, tenía muchas responsabilidades, sería el estrés.
Por suerte pude marcharme de esa compañía y mejorar mi vida profesional tanto en horarios como en sueldo. Sin embargo, seguí presenciando agresiones sexuales, abusos y faltas de respeto por el hecho de ser mujer. Cuando tiempo después trabajé como administrativa en un cáterin, uno de los cocineros vociferaba comentarios soeces sobre mis piernas, mi culo o mi escote cada vez que se cruzaba conmigo. Gritos que, por cierto, escuchaban, sin intervenir, la docena de personas presentes en cocina. El día que por fin me harté y le canté las cuarenta, fue como si hubiese activado un mecanismo de protección para ese pobre hombre. Un par de compañeras se burlaron de mi mala leche y otra me pidió que hiciera como ella: vestirme con ropa larga y holgada cuando coincidiese con él en el turno.
Los acosadores siempre contaron con el silencio de víctimas y testigos. De ahí que se revuelvan cuando se desenmascara a uno de ellos: ven que un privilegio tan ventajoso como es el acceso a nuestros cuerpos, se deshace como un castillo de arena a la orilla del mar. Y es que las mujeres nos hemos hartado de que ciertos hombres nos exijan un tributo en forma de abusos más o menos graves a cambio de salir a trabajar.
Hemos descubierto que mientras nosotras sufrimos agresiones sexuales desde un estado de asombro y desconcierto que nos impide reaccionar, ellos tienen muy claro su objetivo. Saben que el acoso nos paraliza, que nos mantiene en una actitud de alerta constante, en una hipervigilancia que consume nuestras energías, saben que nos debilita y que frena nuestras carreras laborales, cuando no nos expulsa de ellas. Y saben que les otorga a ellos una posición de poder, que al final es de lo que se trata. De poder. El sexo —la palmada en el culo, el pellizco en el pecho, el comentario soez, el morreo, la violación— es solo una herramienta.
El fin de nuestro silencio es una victoria que empezó a fraguarse a fuego lento cuando una mujer contó, otras escucharon y comprendieron y muchas más se unieron para corear el consabido MeToo. Yo también en el espectáculo, yo también en el trabajo, yo también en el deporte, yo también en la calle, yo también en todos lados. Y llegó el beso a Jenni Hermoso y todas gritamos que se acabó, con una voz que surgió del corazón de uno de los refugios del machismo, nada menos que del viril y omnipresente fútbol. Toda una afrenta. Por eso nos acusan de pertenecer al falso feminismo quienes protagonizan o justifican los abusos que padecemos las mujeres, es decir, quienes conforman el único, el inimitable, el auténtico machismo.
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