Siempre hemos mirado a los países nórdicos como una especie de paraíso en el que las políticas de igualdad contribuían a hacer más felices a la ciudadanía. Desde hace décadas, por ejemplo, todos los indicadores los sitúan como referentes en medidas de conciliación o en el apoyo a la maternidad. De hecho, en el último Índice realizado por el Instituto Europeo de Igualdad de género, España solo es superada por Suecia, Dinamarca y Países Bajos. En las últimas décadas es evidente que en nuestro país hemos avanzado de manera significativa en lo que a medidas legales se refiere, por más que los alabados permisos de paternidad tengan todavía muchas limitaciones, insistentemente denunciadas por la PPiiNA (Plataforma por los Permisos Iguales e Intransferibles de Nacimiento y Adopción), y por más que las medidas dirigidas a lograr una completa corresponsabilidad disten todavía mucho de haber alcanzado el horizonte de una paridad perfecta en lo privado. Además de que queda un largo camino por recorrer por parte de nosotros, tradicionalmente descuidados y acomodados en el lugar de privilegio que nos permitía desatender lo privado, difícilmente se podrá avanzar hacia una igualdad real mientras que el modelo productivo se siga nutriendo de la precariedad laboral de las mujeres y mientras que no cambiemos toda una cultura – laboral, empresarial, organizacional – heredera de la división jerárquica entre lo público y lo privado. Mientras que concluimos esa revolución pendiente, es cierto que cada vez son más los padres y las madres preocupados, a veces excesivamente preocupados, por romper con modelos anteriores y por desarrollar unas prácticas de cuidado y educación de sus hijos e hijas que les permitan: a) seguir atendido sus proyectos profesionales y su realización personal; b) seguir funcionado como pareja e incluso mantener encendida la llama de la pasión, y c) mostrarse como padres y madres entregadas y amorosos, presentes y responsables hasta la extenuación. Una tarea que, me temo, es imposible, en un mundo en el que todo, empezando por los horarios mediante los que organizamos nuestras vidas, está pensado y estructurado en función de unas lógicas, las del mercado, que nada tienen que ver con las de la vida.
Esta terrible encrucijada es la que nos muestra, con formato de comedia y con un guion inteligente y sensible, la serie Esto no es Suecia, creada por Aina Clotet, Daniel González y Valentina Viso, y que acaba de estrenarse en RTVEPlay. Los dilemas y angustias por los que pasa una joven pareja, con dos hijos, y que ha decidido mudarse a un barrio en las afueras de Barcelona, en plena naturaleza, en un contexto en el que piensan que sus descendientes crecerán más sanos y felices, son un completísimo repertorio de las dificultades a las que hoy nos enfrentamos padres y madres. Un ejemplo evidente de cómo no hemos resuelto la clave esencial de la desigualdad, que no es otra que la división público/privado y la organización de nuestras vidas en función de unos tiempos y unas prioridades que no son las que nos exige el mundo en el que vivimos. Todo ello, además, en un contexto en el que todos estos nuevos progenitores están singularmente preocupados por ser correctos cumplidores de su rol. De ahí que, como vemos en la serie, acudan a terapias y se pasen buena parte de sus vidas angustiados al darse cuenta de que es imposible ser un héroe o una heroína. En Esto no es Suecia, la pareja, muy moderna y civilizada, muy paritaria, ha negociado que tras cuatro años en los que fue la mujer quien se dedicó a cuidar, sea el padre quien asuma ese papel, renunciado pues a su vida laboral y también a un tiempo propio. Eso que pudiera parecernos el contrato perfecto, y mucho más en el contexto de una comunidad que pareciera diseñada para que solo la habiten familias de postal, hace aguas por todos lados y nos demuestra que ni con las mejores de las intenciones es posible llegar a buen puerto. Tal vez porque esa misma obsesión porque nuestros hijos e hijas sean felices, perfectos y equilibrados acaba convertida en la peor enemiga de una vida saludable.
La serie, que cuenta con un reparto glorioso, en el que destaca la actriz que interpreta a la hija de la pareja protagonista (Violeta Sanvisens) con un desparpajo y una vis cómica que ya quisieran muchos intérpretes consagrados, nos va mostrando un detallado repertorio de todas esas cuestiones que hoy día cabalgan en las agendas de muchas parejas. Muy especialmente de aquellas que tienen un determinado nivel socioeconómico y cultural. No creo que quienes andan preocupados por llegar a final de mes tengan ni dinero ni tiempo ni ganas para asistir a sesiones sobre crianza con terapeutas. En este sentido, la serie se centra en un sector de nuestra sociedad que no es representativo de la mayoría, ni por recursos, ni por convicciones ni por oportunidades. Aun así, el relato que nos ofrece, y del que se agradece el humor con el que se afrontan hasta las situaciones más dramáticas, tiene el gran valor de desvelar muchas de las grandes cuestiones sin resolver en las sociedades democráticas del siglo XXI. No solo la conciliación de la vida privada y laboral en lo que afecta al cuidado de los hijos e hijas, sino también los procesos de envejecimiento y los cuidados de mayores, el aumento de los problemas de salud mental entre los más jóvenes o, incluso, la crisis de un modelo de vínculo familiar que sigue lastrado por un marco heteronormativo rígido y poco dado a la experimentación del caos y la diversidad.
Esto no es Suecia, que es sin duda una de las mejores series españolas del año, nos deja muy claro que uno de los mayores errores es creer que el cambio de las masculinidades, la revisión de la familia tradicional o no digamos la consecución de una igualdad real de mujeres y hombres, es una cuestión de responsabilidades y heroísmos individuales. Las primeras son necesarias pero los segundos sobran, sobre todo si asumimos que la clave está en una transformación colectiva – social, económica, política – del pacto de convivencia que sigue encauzando nuestras vidas. La serie, protagonizada por unos estupendos Aina Clotet y Marcel Borrás, nos evidencia la inutilidad de la mística de las nuevas paternidades así como la rabia que alimenta los clubes de malas madres. Unas y otras no son sino la expresión de nuestro fracaso en la gestión del caos. Ese que, aunque no lo queramos ver, es el que siempre está latente, como si fuera un cable de tensión, en la vida en pareja, mucho más cuando entre los dos irrumpen terceros que cuidar. Y más aún cuando vivimos en un país que no es Suecia, aunque también en esos lugares de frío y sin sol la felicidad esté lejos de los índices de igualdad.
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