Otras miradas

‘El maestro que prometió el mar’, un reconocimiento a un modelo de vida

Rafael Cabanillas Saldaña

Escritor. Autor de ‘Quercus’, ‘Enjambre’ y ‘Valhondo’.

Esto no es una crítica cinematográfica, ni siquiera una reseña literaria de la novela homónima. Ya que bastante ocupados estamos con Pedro Sánchez y su Yolanda Díaz, con Feijoo y su querido Abascal. O la marcha de la señora Calviño al Banco Central. O como se llame. Esto es, más bien, un chequeo al modelo educativo, una radiografía a la escuela y a la manera de enseñar, un homenaje a los buenos maestros y maestras que marcaron nuestras vidas. Y un reconocimiento, si se me permite la expresión, a un modelo de vida, basado en unos valores que son justamente la antítesis de lo que impera en esta sociedad desquiciada, que ha perdido todos sus referentes y su horizonte. Porque si los referentes son los Trump, Bolsonaro, Orban, Netanyahu o Milei... ya no diré "desquiciada", sino absolutamente loca, excéntrica y suicida. Que se dirige directamente al abismo y a la extinción.

Porque salgo del cine, de ver la película El maestro que prometió el mar y salgo absolutamente conmocionado. Con el rostro arrasado de lágrimas. Yo, un tipo duro, que no soy, precisamente, un sentimental. Pero hay momentos en la vida, por desgracia muy pocos, que sientes una caricia en el alma, un aleteo invisible; incluso, también, cuando llega el dolor y la angustia, como si una mano llena de asperezas, casi una zarpa, te estrujara el corazón.

El argumento, como ya deben saber, y sin ánimo de hacer spoiler, versa sobre la vida de Antonio Benaiges, joven maestro republicano destinado en un pueblo de Burgos donde va a ejercer la docencia con un método revolucionario y en contra de las fuerzas vivas, el alcalde y el cura. Aunque los niños le adoran. El método no es otro que el del pedagogo francés Célestin Freinet (1896/1966), basado fundamentalmente en la autogestión, la cooperación y la solidaridad entre el alumnado. Con un arma: la imprenta (Lean La imprenta en la escuela), para editar sus propios cuadernos y materiales. La película es tan bella y tan absolutamente desgarradora. Tan emotiva y ejemplarizante, que debería ser de obligada proyección para todos los maestros y maestras, profesores de instituto y, también, por supuesto que sí, catedráticos de universidad, antes de iniciar la docencia. ¡Pasen y vean!

Porque, más allá de las cuestiones pedagógicas que son la base para la educación de nuestros hijos, lo que traslada es un modelo de vida: la verdadera libertad y la libre expresión infantil, la cooperación, el descubrimiento y la curiosidad, el amor y el placer por aprender, la laicidad, la investigación del entorno y la naturaleza... Que son, justamente, la antítesis de lo que propugnan todos esos cafres, y algunos/as mucho más cercanos, antes citados.

Cuando, ante la denuncia del cura y del alcalde por estos métodos revolucionarios, se presenta el inspector de educación en la clase y pregunta a los alumnos, resulta que saben leer a la perfección y en matemáticas son unos linces. Sus cuadernos, editados con su propia imprenta, unas auténticas joyas.

Yo he llorado porque (sin ánimo de ser pretencioso, pues igual llorarán en España miles de maestros y maestras de mi época al ver la película) me he sentido un Antonio Benaiges. Y, por suerte, lo he dejado escrito en mi novela Valhondo (2022. Editorial Cuarto Centenario), con su escuela Yasnaia Poliana de Tolstoi, que cuenta la historia de un maestro rural en una aldea donde la única casa que tenía agua corriente era la del maestro. Una escuela unitaria con 25 chavales de 4 a 14 años, que cuando te pedían permiso para ir al baño, se iban a aliviarse detrás de una cerca. Y no era el año 1935 como en la película. Ni tampoco la postguerra. Era el año 1982. Diez años antes de inaugurar la Expo y el AVE a Sevilla. Si me apuras, casi peor que Antonio Benaiges, en cuanto a materiales, pues nuestra imprenta era una bandeja de cola de pez que llamábamos "vietnamita", con la que elaborábamos nuestros materiales en la más absoluta indigencia. Toledo, Castilla La Mancha, España, 1982.

Que se aparte el personal según pasa, que se inclinen con una reverencia, que le hagan un pasillo o una ola, que derrumben alguna estatua de generales con espada y bigote y, en su lugar, se la pongan a esa maestra admirable que orientó y cambió nuestras vidas. Gracias a ese maestro, a esa maestra sin escultura, tú y yo somos lo que somos hoy en día.

Hasta que los militares fascistas, siguiendo la estela de Hitler y Mussolini, con el apoyo de los caciques y la iglesia, dan un golpe de estado contra el gobierno legítimo de la República. ¡Por favor, no nos cambien la historia! Donde, los primeros perseguidos son todos esos maestros y maestras que, según ellos, siguen una pedagogía revolucionaria, comunista y laica: la de Freinet. Y allá que se presentan los Yagüe y Millán Astray de turno, con su "muera la inteligencia", para pegarles un tiro en la nuca. Así fue. Ahí siguen en sus cunetas y en sus fosas. Porque los nuevos gobernantes de la derecha y la extrema derecha que habéis votado en las comunidades autónomas, niegan la Memoria Histórica y no ponen ni un euro para su búsqueda. Algunos, como el que acompañó a Lorca, el maestro Dióscoro Galindo, tan ilocalizable como el poeta.

He llorado al ver a ese maestro de la película y ahora lloro al ver a esos jóvenes ignorantes, apenas unos niños, envueltos en chalecos de marca y banderas de águilas negras, manifestándose y reivindicando a Franco en pleno siglo XXI, frente a la calle Ferraz. ¡Viva Franco!, dicen, los muy impresentables. Y lloran de entusiasmo ante las cargas de la policía. Algunos, sin saber que el dueño de la cita es un comunista, gritan: ¡Mejor morir de pie, que vivir de rodillas! Aunque son tan incultos, tan adoctrinados y analfabetos, que lo dicen al revés: Vivir de pie y morir de rodillas. Mientras los Abascal, Ortega Smith y toda esa recua... los alientan. Los mismos que, de haber podido, hubieran acabado con todos nosotros cuando ejercíamos de maestros en aquellas escuelas. Los descendientes del tiro en la nuca a Antonio Benaiges. Los mismos que, en un calentón, tirarían de pistola.

Más Noticias