Otras miradas

Cuando Hitchcock no buscaba aterrorizar sino despertar conciencias

Noelia Adánez

En la novela de Julio Cortázar, Rayuela, su protagonista Horacio Oliveira acostumbraba a llevar a la Maga al cine mudo porque, según creía, al carecer enteramente de cultura era mucho más probable que entendiera las tramas a través de la mímica de la imagen. La palabra añadiría complicación y embarraría la comprensión de su amante. Pero ¿ver es percibir y comprender? John Berger explicó en el clásico Modos de ver que la vista precede a la palabra y sin embargo ¿qué sucede cuando prácticamente toda la información que recibimos nos llega en forma de imágenes? ¿Qué ocurre cuando todo lo que sabemos, cuando todo lo que determina nuestra estructura de pensamiento procede de la pantalla? ¿Qué relación existe entre la saturación de imágenes y la banalización del pensamiento? ¿Y entre la saturación de imágenes y la desafección y la desmovilización frente a las injusticias? ¿Sufrimos algo así como una anorexia de la mirada que hace que, por ejemplo, las imágenes que nos llegan del genocidio en Gaza terminen por dejarnos indiferentes y aturdidas? ¿Es solo indiferencia lo que el carrusel de imágenes de las masacres en Gaza provoca o es acaso también terror? ¿Has pensado qué es lo que te lleva a scrollear frenéticamente para evitarlas?

Si no logramos conectar las imágenes con nuestras propias experiencias y el contexto sociohistórico en el que se producen nos adentramos en una espiral de nihilismo y desorganización emocional, intelectual y ética de catastróficas dimensiones. Ya está ocurriendo. El problema de una mirada sin percepción es que no produce ni traslada sentido, no genera pensamiento ni modifica subjetividad alguna y no sirve para la crítica porque adormece y neutraliza nuestra capacidad de acción y respuesta. Hace semanas que vemos imágenes de bebés, niños y niñas descuartizados, casas y hospitales derruidos, excavadoras que extraen del suelo restos humanos, hambre, destrucción, vejaciones, muertes deplorables, intencionadas, masivas y suspensión de todo viso de humanidad y conciencia. Hace semanas que vemos pero no reaccionamos porque no sabemos cómo hacerlo ni, sobre todo, ante qué exactamente tendríamos que reaccionar dada la magnitud apabullante de lo que las imágenes nos muestran. Si las vemos sin comprender que la masacre que Israel está llevando a cabo es el epítome de una dinámica histórica colonial y el resultado de un gobierno y unas políticas ultraderechistas, carecemos de capacidad para interpretarlas, para comprenderlas y actuar frente a ellas. Cuando las imágenes se imponen a su contextualización debida pueden servir para cualquier cosa y, lo peor de todo, pueden provocar el efecto contrario al de llamar a la movilización y despertar conciencias.

El 15 de abril de 1945, soldados de la 11 División mecanizada del ejército británico llegaron al campo de concentración de Bergen-Belsen en la Baja Sajonia alemana. Lo hicieron acompañados de miembros de la División de Guerra Psicológica que llevaban consigo cámaras portátiles de 35 mm al objeto de documentar las atrocidades cometidas por el régimen nazi. El productor Sidney Bernstein, de profundas convicciones antifascistas y responsable entonces de la Unidad de Cine del Ministerio de Información, creó un equipo de técnicos y editores, bajo la supervisión ocasional de Alfred Hitchcock, que se dedicó a la elaboración de un relato documental destinado a despejar cualquier duda sobre la veracidad de lo ocurrido tras los muros del infierno de Bergen-Belsen. Las instrucciones de Hitchcock eran claras: panorámicas y largas tomas sin corte que mostrasen a las víctimas y los verdugos de la masacre. Sin encuadres, para que no hubiera descartes, para no dejar fuera nada. El relato de la guerra era insuficiente para dar cuenta de la masacre de judíos, había que explicarla, a partir de esas imágenes, de otra manera. La narrativa del Holocausto fue cobrando forma a raíz de iniciativas como aquella y su función histórica y social fue generar una pedagogía contra el nazismo y (creíamos) contra toda forma de totalitarismo, supremacismo, racismo y violencia.

Los vídeos sobre la masacre israelí en Gaza que circulan y son reproducidos enfáticamente hoy en redes lo hacen para que sepamos que está teniendo lugar toda esa muerte, esa destrucción y ese dolor inmenso. No hay detrás de ellos un productor o un director de cine sino la voluntad y las manos de quienes sostienen las cámaras y los móviles, población civil y periodistas locales que trabajan para agencias y medios internacionales, apenas ya un puñado de seres humanos supervivientes cuyo propósito es que el mundo no mire para otro lado, que lo que está ocurriendo se sepa. Los vídeos de Hitchcock y Bernstein contribuyeron a despertar conciencias al dar cuenta de unos hechos que no se conocían o se conocían de manera incompleta. El Holocausto se plasmó y se verificó en imágenes una vez que había tenido lugar. Sin embargo, el genocidio de Gaza no ofrece dudas mientras está aconteciendo. Está ahí, solo tienes que mirar para verlo.

Pero mirar no es percibir ni comprender. Nuestra mirada está atravesada por, entre otras cosas, las emociones que lo que vemos nos provocan y éstas pueden imponerse a nuestra comprensión cuando la misma carece de un adecuado contexto. Para muchas personas la recepción y visionado de estas imágenes se produce en simultáneo a la de otras muchas imágenes que representan las cosas más diversas. En medio de esa amalgama visual se camufla el genocidio en Gaza. Es lógico que haya quien termine por experimentar indiferencia o cinismo, como lo es también que muchas personas sintamos tristeza, angustia y una terrible impotencia o, eventualmente, una conciencia clara de la imposibilidad de intervenir y un deseo de inmediata desconexión respecto de lo visto, de apartarnos de eso que no estamos viviendo, sólo viendo. Podemos pensar: "A mí no me está pasando, así que no quiero seguir viéndolo". O, por el contrario: "Lo veo para constatar que no es algo que me esté ocurriendo. Bien, estoy a salvo, puedo seguir viéndolo".

Pero también puede suceder que lo que nos provoquen estas imágenes sea miedo como consecuencia de una identificación del dolor ajeno como certera e inminentemente propio, como nuestro. Mi sensación es que ya hay mucha gente a la que esto le está ocurriendo. Hay cada vez más personas que ante las imágenes que nos llegan de Gaza sienten de manera casi exclusiva miedo. Las imágenes sobre Gaza que hemos visto y que se seguirán repitiendo están dejando de servir para despertar conciencias o sensibilizar a las sociedades acerca de la necesidad de proteger las vidas y los derechos del pueblo palestino. La moviola del terror ha empezado a convertirse en una película que los artífices de la guerra nos dirán que describe lo que no queremos que sea nuestro mundo mientras nos proporcionan oportunamente la receta para evitar que se convierta en "eso" que está allí y que debemos esforzarnos en mantener lejos. Y la receta va a ser menos democracia, menos derechos y más armamento.

2024 será un año para encontrar la forma de organizarnos y plantar cara al miedo.

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