Otras miradas

Masallás

Pablo Batalla Cueto

Fotograma de la película 'Good bye, Lenin'.
Fotograma de la película 'Good bye, Lenin'.

Habla Alexei Yurchak en Todo era para siempre hasta que dejó de existir: cómo vivía, qué creaba, de qué se reía y con qué soñaba la última generación soviética, un libro recién traducido al castellano por Siglo XXI, entre otras cosas interesantísimas, del Occidente imaginario que cautivaba a la juventud de la URSS jrushchoviana y brezhnevista. 

Se trataba de una suerte de "Más Allá interno" de la Unión Soviética tardía y tenía algo que ver con el Occidente real; con los pedazos del mismo que arribaban de maneras diversas al otro lado del Muro, y fluían por los conductos de un mercado negro tolerado por el sistema: discos de rock, películas, libros, pero también vaqueros, latas vacías de Coca-Cola o Fanta, convertidas en codiciados objetos decorativos; o la bolsa de plástico de una lavandería de Manhattan con la que Yurchak cuenta que una de sus entrevistadas se paseaba por su facultad en un momento dado, concitando la admiración y la envidia de sus colegas. 

La albanesa Lea Ypi relata cosas similares en otro libro reciente: Libre: el desafío de crecer en el fin de la historia. Había esas esquirlas del Occidente real, pero para pergeñar el Occidente imaginario contaban lo mismo las elucubraciones fantasiosas que se hacían sobre la vida allí (aquí). Cuando algunos, en los años de la perestroika, pudieron por fin viajar a aquel Oeste que los había cautivado, la decepción fue enorme; y lo fue porque descubrieron que aquel espacio que habían entrevisto a través de las mirillas borrosas del Telón de Acero y habían supuesto lleno de prodigios era en cierto modo ordinario. Uno de los entrevistados por Yurchak, de nombre Marat y nacido en 1956, cuenta que, cuando visitó Londres en 1989, se quedó anonadado por la suciedad de las calles, la ropa colgada en los patios traseros de las casas y los gatos sentados en los alféizares de las ventanas.

Pero esto, este "Más Allá interno", no es algo peculiar de la Unión Soviética. Ocurre siempre; cualquier sociedad lo ha tenido, y Occidente también lo tuvo siempre. Era Oriente; el Oriente imaginario sobre el cual Edward Said escribiera Orientalismo, un estudio capital de cómo las sociedades europeas han mirado históricamente a las orientales (un adjetivo que de por sí solo es posible a partir de una mirada foránea, unificadora de lo que, desde dentro, se ve como la pluralidad que realmente es) buscando en ellas una suerte de negativo de lo que ellas mismas eran. Un negativo a veces ensalzado —allá la vida es más auténtica, más espiritual, etcétera— y en ocasiones denostado —allá son apasionados, violentos, salvajes, promiscuos, incivilizados—, pero en todo caso confirmador de la identidad propia; un espejo invertido para delimitarnos y caracterizarnos a nosotros mismos. También en este caso el Oriente imaginario se ha construido siempre con pedazos del real, pero argamasados con el fantasioso. 

Estos días circula por la red social anteriormente conocida como Twitter una foto de una charla con Powerpoint efectuada en alguna parte. Vemos a un tipo perorando con una diapositiva detrás que dice: "LÓGICA JAPONESA. Si alguien puede hacerlo, significa que yo también puede [sic] hacerlo. Si nadie puede hacerlo, significa que debo ser el primero en hacerlo. LÓGICA ESPAÑOLA. Si alguien puede hacerlo, que lo haga él. Si nadie puede hacerlo, ¿por qué tengo que hacerlo yo?". 

Cualquier conocedor del Japón real sabe que es mentira; que la sociedad japonesa no es tan distinta de la nuestra. Hay otro viejo mito según el cual, cuando los nipones hacen huelga, trabajan más en vez de menos. Es mentira: en Japón hay sindicatos como los nuestros, ugetés y comisiones obreras del Sol Naciente, con sus banderas rojas y sus Cándido Méndez y sus Pérez-Reverte haciendo chistes sobre mariscadas; cuando tienen que hacer huelga, la hacen, y consiste en exactamente lo mismo que aquí. Pero no podemos evitarlo. El mono utópico que somos necesita esos masallás que aterricen sus sueños en algún paraje sublunar cuyo nombre salga en los mapas. Luis Ordóñez recuerda en X que "tuvimos también una pasión loca con Islandia, y todo era increíble en Islandia, las Navidades las celebraban leyendo, era todo un despropósito de fantasías".

Otros lo hacen mirando no a otro espacio, sino a otro tiempo, y eso siempre es peor. Hay quien nos restriega no el Japón imaginario de los trabajadores abnegados o la Islandia imaginaria de los devotos de la lectura, sino la Vieja España imaginaria de la comunidad orgánica y armónica. Contra ello nos advierte Clara Ramas en otro estupendo ensayo reciente: El tiempo perdido.

Escribe la filósofa: "El pasado en el que nuestros padres vivían mejor que nosotros nunca existió. Se sostenía, como lo de ahora, sobre una serie de dolores silenciados, de renuncias y frustraciones, de limitaciones. Producía, como ahora, otras oportunidades diferentes de plenitud y sentido. Había algunas certezas que ahora no tenemos, sí, pero también silencio, y también violencia, y también carencias, y también impotencias".

La melancolía —escribe también Ramas— "no busca restaurar una autenticidad que una vez existió: decreta y legisla desde ahora una autenticidad impostada que valida la propia posición del sujeto que la enuncia, y proyecta esa exigencia sobre lo pasado y lo futuro".

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