Otras miradas

La izquierda como negocio

Pablo Batalla Cueto

Periodista

Pixabay.
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La izquierda no es solo una ideología —mejor dicho, un mal avenido conjunto de ellas—: es también un mercado de trabajo, y un nicho de consumo. No solemos pensarlo así. No nos interesa pensarlo así. Pero así es. Se vive, se puede vivir, de la izquierda. Vivir bien o con precariedad, pero vivir al fin y al cabo. Hay la manera evidente de hacerlo: conseguir un ministerio, una subsecretaría, una consejería, una asesoría, un escaño, una concejalía. Pero hay también maneras privadas de exprimir, de monetizar ese nicho, de ganarse un sueldo con él. Todo él, por cierto: el lado más tibiamente socialdemócrata, el más reconciliado con el capitalismo, por supuesto; pero también el hoxhismo más loco, y todo lo que hay en medio: lo libertario y lo ortodoxamente marxista, el internacionalismo y el feminismo, el institucionalismo y el movimentismo. Hay un business posible para cada uno de los tramos de ese espectro. 

Se vive de la izquierda, se puede vivir —insistamos: no necesariamente vivir bien, tan solo vivir— montando una editorial, un café-librería, una banda de música, un podcast, una cuenta de Twitter Blue, un máster de tres mil euros sobre marxismo, una taberna, un periódico como este, siendo un columnista como el que esto escribe, diseñando y vendiendo sudaderas del Guernica, tazas de Marx y camisetas de Palestina, creando un canal de YouTube sobre maoísmo. También hay mecanismos de colaboración público-privada, vasos comunicantes, coyundas más o menos nobles o innobles entre lo institucional y lo privado. Siempre los hay, y es fácil pensar en montones de ejemplos de este «yo te rasco a ti y tú me rascas a mí» (por no utilizar la metáfora soez que viene antes que ninguna a la cabeza).  

En principio, no hay ninguna inmoralidad en ello; solo en otra cosa que también es desgraciadamente habitual: las peleas, los codazos por expulsar a los adversarios de un nicho de mercado angosto, como esos pubs que mandan a liantes instrumentales a armar bulla a los locales de la competencia a fin de desprestigiarlos. Si el negocio es honesto, no hay problema, no tiene que haberlo. Se ahorca al capitalista con la soga que nos vendió, decía Lenin; y José Luis Rodríguez nos recuerda en un deslumbrante artículo reciente en Corriente Cálida que Audre Lorde, famosa por haber dicho que «las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo», también añadía que «quizá nos permitan obtener una victoria pasajera siguiendo sus reglas del juego, pero nunca nos valdrán para efectuar un auténtico cambio».

El merchandising de izquierda no acabará con ningún régimen odioso, pero permite obtener dinero para financiar la lucha contra él. Mario Tronti —nos recuerda asimismo Rodríguez— sí pensaba, por otro lado, en el poder revolucionario de las herramientas del amo: «En una sociedad enemiga», escribía en Obreros y capital, «no existe la libre elección de los medios para combatirla. Y las armas para las revueltas proletarias siempre han sido cogidas de los arsenales de los patrones». Es cierto. Pero nunca es pequeño el riesgo de que estas citas y argumentos acaben sirviendo para justificar el negocio, no como medio, sino como fin. La historia de la izquierda también es pródiga en instrumentalizaciones de citas de autoridad para legitimar las más groseras claudicaciones. No hubo leninista, maoísta o trotskista convertido en apparatchik neoliberal que no esgrimiera el «análisis concreto de la realidad concreta» o lo del izquierdismo como enfermedad infantil del comunismo para justificar su conversión en una beautiful people sin la menor intención de demoler los palacios en los que penetraba. 


Todas esas empresas ya pequeñas, ya grandes, ya medianas, ya unipersonales solerán ser éticas y buenrolleras; solerán esforzarse con sinceridad en no encarnar un capitalismo negrero, pero, llevadas a un determinado nivel de presión —y la presión casi siempre es alta para estos negocios nuestros—, pocas no acabarán perdiendo el rostro humano. Hay que pagar las facturas, y por más que lo repitamos y lo serigrafiemos en camisetas, pocos están dispuestos en realidad a que nadie más que ellos mande sobre su hambre. Todos tenemos altos principios de abnegación y hermosos sueños de justicia social, pero el día a día es, puede ser, un ácido corrosivo. Hay, sí, que pagar las facturas, poner garbanzos encima de la mesa de casa. Hay aficiones, hay trenes de vida y vicios cuyo cinturón no es fácil apretarse. La vida manca, dice una canción de Nacho Vegas (mancar es «hacer daño» en asturleonés»), y es que la cotidianidad se vuelva cada vez más vertiginosa, más rápido pase el mes, más responsabilidades cargue uno sobre los hombros, más caras sean las cosas, más de vuelta esté uno de todo, y tu perrita, de pronto, tenga cáncer, y sea un dineral llevarla a quimioterapia, y haya que comprarle ropa y libros al crío, y pagar la cuota de autónomos, y si otros no son Simeón el Estilita, santos impecables del desierto, no voy a ser yo el pringao que se empeñe en serlo. 

Uno mismo es a veces —lo es casi siempre— perfectamente consciente de estar acomodándose, de estar alimentando y no ahogando a ese burgués que Mao decía que todos llevamos dentro, pero no es capaz, si es que lo quiere, de pararse a revertirlo, porque ese tren desbocado de la rutina lo arrastra. La manera, entonces, de calmar esa conciencia inquieta puede ser investirse de folclore, y comprarse la sudadera del Guernica y la taza de Marx y la camiseta de Palestina, ser en Twitter el más rabioso vociferador contra Genocide Joe y la izquierda fucsia. Una marca de ropa de izquierda promociona sus productos de este modo: «Redescubre cómo vestir y estar del lado bueno de la historia. Porque ser de izquierdas nunca pasa de moda». Los principios, viene a decirse, pueden vestirse. Y si se visten ya no hace tanta falta tenerlos, porque ya se hace algo vistiéndolos. El folclore republicano, el folclore cubano o palestino, declararse devotos de una revolución de otro tiempo u otro espacio, permiten esconder, y escondernos a nosotros mismos, la revolución que no hacemos en el tiempo y espacio nuestros. Llenar de santos la casa en la que pecamos. 

La crítica de todo esto no debe ser moral, ni parecerse a la idiocia de quienes se burlan de los comunistas con iPhone. Ni siquiera debe ser crítica, sino solamente una observación materialista y una invitación a la desconfianza, que no al nihilismo. Con estos mimbres hay que hacer el cesto, y lo cierto es que a veces se hace. La revolución es un asunto humano y los humanos somos falibles, perezosos, acomodaticios, autoindulgentes, fáciles de distraer. Pero también somos capaces, lo hemos demostrado, de componer sinfonías o llevar cosmonautas al espacio, cosas que no se hacen con pereza y distracción. Pesimismo de la razón, optimismo de la voluntad: ambas cosas son igual de necesarias a la hora de componer la cosmonáutica sinfonía de la justicia social. Lo que no hace ninguna falta es comprar una camiseta que lo diga o tatuarse a Gramsci diciéndolo, mientras se es un Logan Roy de los veinte duros. 


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