Otras miradas

Indignarse o insensibilizarse: El ciclo de la violencia viral

Leila Nachawati

Indignarse o insensibilizarse: El ciclo de la violencia viral
Omar Ashtawy / Zuma Press / ContactoPhoto / Europa Press

En un vídeo de menos de un minuto que alguien me comparte por Instagram, un niño gazatí muestra a cámara un gran logro: mediante unas turbinas conectadas a un soporte eléctrico ha logrado generar luz en Rafah, el campo de refugiados en el que se hacinan más de un millón de personas bajo asedio israelí. "El Newton de Gaza", se lee en letras grandes color verde chillón sobre la imagen del niño. "Ahora ya todos tenemos luz en el campamento", explica, antes de añadir, con su cuerpo menudo y mirada de adulto: "Deseo que se acabe la guerra para poder estudiar y cumplir mi sueño de ser ingeniero".

Es una historia bonita, de superación, de esas que quienes seguimos el devastador genocidio de Gaza ansiamos conocer, frente a la deshumanización cada vez mayor de la población palestina. Pero esa alegría inicial viene acompañada de las preguntas habituales. ¿Quién es este niño que vemos a cara descubierta? ¿Cuál es la fuente de vídeo? Teniendo en cuenta que parece fácil identificar su ubicación, ¿no es arriesgado exponer a una criatura de este modo, más aún sabiendo que personas clave para la sociedad civil gazatí han sido víctimas de asesinatos selectivos por parte de las fuerzas armadas israelíes?

Buscando entender mejor el contexto, rastreo el origen del vídeo y llego a un canal recién creado que se presenta como "la mayor biblioteca de experiencias humanas, con más de 4.000 vídeos de personas que comparten sus historias" y que ofrece "guiar a la ciudadanía a través de un proceso de storytelling mediante herramientas de inteligencia artificial y realidad aumentada". Al acceder a su galería de imágenes, me doy de bruces con un mosaico de rostros en primer plano, la mayoría de personas muy jóvenes y perfectamente identificables, acompañados de titulares en las mismas letras mayúsculas en color verde chillón.

"Sin dientes a los 19", reza uno de los titulares, que muestra a una joven de ojos azules, melena larga y una boca sin dientes, resultado de una ingesta de medicamentos tóxicos. "Atacada con ácido por decir que no", se lee en otra de las imágenes, un primer plano de una joven morena con graves quemaduras alrededor de los ojos. La tercera imagen tiene como escenario Gaza, con el texto "¿Por qué rezas?" sobre el rostro de una niña en brazos de un hombre, ambos supervivientes del último bombardeo israelí. Él corre, ella murmura una oración entre dientes. El pelo de la pequeña está erizado y cubierto de ceniza, y por la expresión de sus ojos parece estar al borde del desmayo.


No asimilo lo que estoy viendo, pero sigo buscando. El canal ofrece cientos de vídeos en este mismo formato, todos de menos de cuatro minutos. Una joven que se presenta como vampiresa dice no estar "interesada en chupar la sangre de la gente, sino en absorber su energía", otra joven presenta a "su novio creado con inteligencia artificial", una tercera llora a cámara tras haber sido fat-shamed (insultada o avergonzada por ser gorda).

Salgo del canal con el cuerpo revuelto y un batiburrillo de emociones difíciles de procesar. ¿Estoy enfadada? ¿Indignada? ¿Emocionada? ¿Asqueada? ¿Todas a la vez? En un lapso de unos minutos, he consumido un preparado de imágenes que no sé cómo digerir ni dónde colocar. Y que, desde luego, no me llevan a ninguna reflexión sobre esas historias, a ninguna acción en consecuencia. En mi caso, solo al bloqueo, a la parálisis.

La indignación, clave en el diseño de las plataformas digitales

El canal que ofrece estos contenidos (y formaciones para crear contenidos similares) no inventa nada nuevo, pero sí concentra uno de los filones de las principales plataformas digitales: un visionado, un click, un compartido a cambio de una emoción, positiva o negativa. Sobre todo negativas, porque, como alertan hace ya tiempo analistas de internet y nuevos medios, la indignación es central al propio diseño de las plataformas digitales, lo que más engagement genera y nos mantiene pegados a la pantalla.


"En realidad el contenido no importa", afirma Elia Ayoub, académico libanés especializado en nuevos medios, con quien hemos hablado para este artículo. "El algoritmo no distingue entre contenidos éticos o no éticos. Hoy puede ser Gaza, mañana será otro genocidio u otro conflicto el que genere ese shock que se busca. El shock y la indignación son commodities, mercancías pensadas para consumirse sin contexto ni reflexión", añade, incidiendo en que no se trata de una cuestión individual sino de algo inherente al funcionamiento de plataformas como Instagram o TikTok. "Su modelo de negocio se basa en eso", recalca.

Mediante estos algoritmos cada vez más sofisticados, las plataformas que habitan miles de millones de personas en todo el mundo ofrecen contenidos adaptados a los gustos (o disgustos) de sus usuarios con el objetivo de retenerlos ante la pantalla un segundo más, un minuto más, una hora más. Contenidos que capten su atención del modo que sea. Porque la atención es un bien cada vez más escaso (algo que afirmaba el economista Herbert Simon ya en 1971) y la competencia por un segundo más de atención en un entorno digital saturado es feroz.

Y como la competencia es feroz, la apuesta sigue subiendo, con imágenes cada vez más gráficas, más directas, más abundantes, ya sin las viejas advertencias de "contenido sensible" o "puede herir su sensibilidad" que, al ritmo de nuestro consumo, resultan casi anacrónicas. No hay sensibilidad que valga, las imágenes gráficas se venden al peso, y el efecto de este consumo en nuestros cerebros está por ver todavía. Pero los indicios son alarmantes y apuntan a un umbral de la indignación que continúa elevándose y que requiere de imágenes cada vez más chocantes para generar una emoción.


"Es imposible procesar semejante cantidad de impactos"

Nos inmunizamos ante las tragedias porque es imposible procesar semejante cantidad de impactos, explica Molly Crockett, especialista en neurociencia de la Universidad de Princeton, que alerta del hecho de que el estar constantemente sometidos a fuentes de indignación en redes sociales esté poniendo en peligro nuestra capacidad de generar reacciones y cambios en el mundo real. "Si todo es indignante, nada lo es", señala, a la vez que incide en el efecto dañino de estos hábitos de consumo en nuestros cerebros.

La ausencia de contexto es una de las claves. La necesidad de mostrar al mundo las violaciones de derechos humanos que se viven en contextos como el palestino es evidente, y quienes las sufren tienen derecho a utilizar las plataformas a su alcance para contar sus historias. Las redes sociales han demostrado ser una herramienta poderosa frente a la invisibilización de la injusticia y para contar "la guerra desde abajo", un término que emplean académicas como Christine Sylvester para referirse a la necesidad de escuchar los relatos de quienes sufren las guerras frente a los de las élites que las promueven.

Sin embargo, esas imágenes requieren de contexto para no convertirse en un elemento más de consumo que no genera reacción "en el mundo real". Requieren explicación del porqué, del cómo, de los orígenes y las causas, requieren de tiempo para procesarlas y evitar que queden sepultadas por el siguiente estímulo, la siguiente emoción fugaz. Esto debe abordarse desde todos los ámbitos, desde la responsabilidad y rendición de cuentas de las propias plataformas, la regulación y recuperación de mecanismos de advertencia de contenidos sensibles, o los relativos a la educación en el consumo de contenidos digitales, con énfasis en la protección de los menores. De otro modo, la exposición diaria y constante a situaciones de injusticia no solo no logrará frenarlas, sino que elevará el nivel de violencia que estamos dispuestos a aceptar.

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