Otras miradas

¿Necesitamos 'influencers' de izquierdas?

Azahara Palomeque

Escritora y doctora en Estudios Culturales

Freepik.
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Durante muchos años he sentido una fuerte animadversión hacia la política del espectáculo, la agitación de la opinión pública a partir de tipos variados de polémica –de esas que, azuzando la exaltación de lo visceral, no pueden sino reprimir la reflexión pausada– y, en general, las idolatrías que se generan en torno a estos fenómenos, pues, por definición, idolatrar conlleva establecer una jerarquía e ir en contra de cualquier principio de igualdad. Me ha ocurrido incluso a nivel profesional: como autora que procura siempre matizar el elogio a mis textos, pues los lectores complementan el trabajo de escribir, y también como lectora que intenta, mientras admira la labor creativa de otros, no encumbrarlos hasta el punto de anular mis habilidades críticas. No obstante, en la era de los influencers, el conteo de likes convertido en sacrosanta medición de la valía personal, y la mercadotecnia perpetua de nosotros mismos, ya sea para labrarnos cierta seguridad laboral o simplemente con el fin de engordar el narcisismo, maldecir la espectacularidad es una postura tan digna como contraproducente, pues la marea que nos asola es tal que corremos el riesgo de morir ahogados en la anacronía.  

Teniendo en cuenta el resultado de las elecciones europeas, que han dejado, en España, el espectro político a la izquierda del PSOE hecho un erial de sangre reseca y ha provocado perplejidades históricas tales como la salida de Izquierda Unida, una organización con implantación territorial a lo largo de décadas, del Parlamento Europeo, y la entrada de un youtuber cuyo logo se compone de una ardilla portando la máscara de Anonymous utilizada en manifestaciones contestatarias desde el 15M, no he cambiado completamente de opinión, pero sí he llegado a la conclusión de que es imposible reestructurar el erial sin campañas comunicativas que partan, sobre todo, del reino digital. Dicho de otra forma, a falta de una regulación potente de las llamadas redes sociales, e insertos como nos encontramos en el capitalismo de la vigilancia, no habrá floración en el páramo más progresista del mapa ideológico si carecemos, podríamos decir, de "influencers de izquierda", esto es, un tanto del populismo y la espectacularización que el sentido común se empeña en repudiar mientras la realidad nos abofetea y sepulta en la indiferencia de las urnas. 

Según ha demostrado el historiador Timothy Snyder, entre otros, la propaganda digital, propulsión de anuncios incendiarios en distintas plataformas de internet, y la creación de bots capaces de difundir noticias falsas y alterar el pensamiento de la ciudadanía fueron cruciales tanto en la aprobación del Brexit como en la victoria de Trump en 2016. Parece que no hemos aprendido nada de escándalos como el de Cambridge Analytica, o el famoso Pizzagate, donde un grupo de personas fanatizadas llegaron a creer que una pizzería ocultaba una red de pedofilia vinculada al Partido Demócrata de Estados Unidos. Sabemos que las fake news circulan mucho más rápido que la información verídica, y también que la transmisión de bulos vía Whatsapp fue, parcialmente, la causa de que Bolsonaro alcanzase la presidencia en 2019. El auge de la ultraderecha entre los jóvenes apunta a un problema multifactorial que tiene que ver con la fractura generacional y las perspectivas de un futuro desolador, pero no es casualidad que esa franja etaria sea de las más expuestas a las pantallas, aunque éstas hayan colonizado asimismo las rutinas de sus mayores. Obviamente, recurrir a las mismas tácticas deleznables supondría una ruptura ética con los valores tradicionales de la izquierda, pero negar en rotundo la circunstancia virtual y enfatizar, únicamente, la construcción de comunidades a pie de calle es un error estratégico: porque el universo paralelo de las redes, en posesión de magnates a quienes la democracia probablemente importe casi nada, continuará su curso y su daño.  

Por eso, líderes como Alexandria Ocasio-Cortez, una de las pocas congresistas millennial de la potencia norteamericana, se volcó con fruición en la elaboración de un personaje accesible desde la pantalla y, a la vez que tocaba a las puertas vecinales, realizaba crónicas en Instagram o TikTok, una práctica que ha garantizado su presencia en la cámara de representantes sin aceptar financiación de grandes lobbies. Por eso, discrepo respetuosamente de quienes apuestan por priorizar la siembra de culturas asamblearias junto al arraigo territorial sobre la gestión del avispero Twitter (o X), como ha implicado Antonio Maíllo, coordinador de IU, en declaraciones recientes, pues ambas acciones son igualmente necesarias, aunque parezcan contradictorias. De hecho, el contrasentido nos lo aporta el mundo mismo: bifurcado entre unas raíces con cada vez menos suelo fértil y el holograma mercantilizado del abismo cibernético, la izquierda institucional no puede permitirse abandonar ningún espacio. Esto lo ha entendido perfectamente la ultraderecha global, articulada en torno a la posverdad y el reclutamiento de unos ciudadanos desmoralizados a quienes, tal como señala Snyder, mueven "las emociones diarias" y no tanto las reformas concretas, a pesar de que éstas se diseñen a favor de su bienestar. 

El clic, el like, el troll, lo viral se han impuesto, me temo, para quedarse. Habrá que jugar con herramientas impropias, tratando de moldear un terreno fabricado para partir con desventaja, pero no desdeñarlo. Así, el dilema no radicaría en elegir entre Twitter o la calle, sino más bien se deberían expandir fichas por los dos tableros, a sabiendas de que el primero es un campo de minas. Cómo hacer para, aun así, atender a la moral y la verdad como principio irrenunciable es la gran pregunta. 

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