La caída de un régimen, de un sistema, de una era, nunca es sorprendente una vez ha ocurrido, pero no por ello es esperada antes de suceder. Nunca pensamos que el orden que habitamos vaya a caerse. No es que no seamos conscientes de sus grietas, no es que no veamos las llagas de la aluminosis, pero algo en nosotros hace que nos cueste mucho imaginar el derrumbe. Por eso aquellos que tienen más que temer de producirse aquel siempre piensan en ponerse a salvo demasiado tarde. Vienen a la mente los judíos que tenían los posibles y la capacidad de escapar de la Alemania nazi antes de que se hiciera imposible y en cambio no lo hicieron, pero puede pensarse en otras épocas. Se preguntaba Lion Feuchtwanger —a quien cita Guillermo Altares en Los silencios de la libertad, y ahí lo leemos— «por qué, maldita sea, tantos aristócratas franceses habían sido tan burros como para dejarse sorprender por la Revolución, cuando hoy cualquier niño de colegio sabe desde los escritos de Rousseau y Voltaire que tenían que haberlo sabido décadas antes». La respuesta a ese «¿por qué?» es una especie de pereza que, dentro de nosotros, busca el optimismo paralizador cuando el pesimismo significa tener que hacer cosas; una molicie epocal que nos susurra al oído que no es para tanto, que esperemos, que indudablemente hay motivos para estar preocupados, pero el horror que nos amenaza es una mera retórica que no pasará a los hechos.
Se acaba de reeditar un libro que nos habla de esto; del fin inesperado y sin embargo no sorprendente de una era. En El emperador, Ryszard Kapuściński viaja a la Etiopía en la que una revolución acaba de terminar con el Imperio de Haile Selassie, busca en sus escondrijos en Adís Abeba a los criados y funcionarios del depuesto emperador y compone con sus testimonios una absorbente crónica de cómo era la vida en palacio y cómo fue avecinándose su final. Resulta inquietante, en este mundo nuestro en que también se adueña del aire un aroma a fin de época, leer, por ejemplo, esta evocación de uno de los hombres de Selassie:
«¡El último año! Sí, pero ¿quién hubiera podido prever que el setenta y cuatro lo sería para nosotros? Bien es verdad que se sentía en el ambiente una cierta nebulosidad, una cierta impotencia turbia y melancólica, incluso un cierto nihilismo, y que el aire estaba espeso, quieto, cargado de nerviosismo, de tensión y laxitud, de oscuridad y luz, pero de ahí a que, de repente, de cabeza al abismo y ¡ya está! ¿Ya no hay nada? A que abráis de pronto vuestros ojos y ni rastro de palacio. A que busquéis y no lo encontréis. A que preguntéis y nadie os conteste dónde está... Y todo empezó... Precisamente, esta es la cuestión. Porque todo había empezado tantas y tantas veces, sin terminar nunca; había habido muchos principios, pero ningún desenlace definitivo, tanto que, a fuerza de ese incesante empezar, de tanto inicio sin fin, un reconfortante consuelo había anidado en nuestras almas, acostumbradas ya a la idea de que siempre saldríamos de cualquier apuro, de que levantaríamos cabeza, de que lo que teníamos nos pertenecía y no lo entregaríamos jamás porque éramos capaces de sobrevivir a lo peor. Pero debió de haber algún error en esa confiada seguridad nuestra».
Escribía célebremente Tolstói al principio de Ana Karénina que «todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera». Con los regímenes políticos ocurre al revés: en su plenitud son diferentes, pero todos se caen de maneras parecidas, independientemente de cuál sea su forma política. Por eso puede ocurrir que en El emperador, aunque hable de una monarquía imperial, haya solido verse una parábola del comunismo polaco. Lo que Kapuściński cuenta, por ejemplo, de cómo en la Etiopía imperial en crisis se generaron tres bandos en el seno del establishment —los de las rejas, los de la mesa y los del corcho—, tiene fuerza de parábola universal e imperecedera acerca de los umbrales de época y los cambios de régimen. Los de las rejas son la «camarilla cerril e implacable que exige el inmediato restablecimiento del orden y exhorta a que se detenga a los elementos levantiscos, a que se meta en la cárcel a los sublevados, a que se pongan en funcionamiento las porras y las horcas». Se acuerda uno del búnker franquista. Los de la mesa son aquellos que «consideran que se debe invitar a los rebeldes a sentarse a una mesa negociadora, hablar con ellos, escuchar lo que tengan que decir e introducir en el Imperio algún que otro cambio, alguna que otra mejora». Por último está el bando de los del corcho, que según el recuerdo de la persona entrevistada por el reportero polaco que se hacía esta reflexión, era el más numeroso en palacio: son los que «carecen de opinión propia pero cuentan con que, como el tapón de corcho en el agua, también ellos flotarán sobre la ola de los acontecimientos, y con que todo acabará arreglándose y ellos llegarán a puerto sanos y salvos».
En el mar embravecido de nuestros días empezamos a ver ya corchos que flotan. También vemos blindajes y acrecimientos de rejas, y notan los carpinteros un incremento brusco de los pedidos de mesas. Está espeso el aire, quieto está y cargado de nerviosismo, y en el ambiente se siente una cierta nebulosidad, una cierta impotencia turbia y melancólica, incluso un cierto nihilismo. La historia está de nuevo de parto.
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