Otras miradas

Magufo judicial

Israel Merino

El secretario general de Manos Limpias, Miguel Bernad, durante la llegada a los juzgados de Plaza Castilla de Begoña Gómez para declarar ante el juez Peinado, a 19 de julio de 2024.
El secretario general de Manos Limpias, Miguel Bernad, durante la llegada a los juzgados de Plaza Castilla de Begoña Gómez para declarar ante el juez Peinado, a 19 de julio de 2024,. Eduardo Parra / Europa Press

Philip Carey, el prota del Servidumbre humana de Maugham, nació con una profunda fe en Dios pese a su pie deforme: estaba convencido de que si rezaba mucho, el Altísimo se lo recompensaría sanándolo cual madre que cura el dolor de muelas de su hijo con un palo de madera empapadito en jarabe.  

Philip rezaba a todas horas y presumía de una fe ciega; en las frías noches invernales de Inglaterra, cuando la campiña dormía ahí fuera y el suelo de las casas emanaba una especie de neblina helada, el todavía niño leía con amor la Biblia y se detenía en aquel precioso versículo que asegura que la fe puede mover montañas.  

Como el chaval creía que aquella frase era literal, durante unas vacaciones del colegio llegó a un pacto con Dios: él le rezaría todas las noches hasta el día de Pascua y le dedicaría todo su cristiano sufrimiento; a cambio, Él haría que el festivo día citado se despertara con el pie completamente sano y dispuesto para jugar con sus compañeros de clase como uno más, que al final es lo que queremos ser quienes creemos en alguien que reparte justicia desde ahí arriba.  

Cuando llegó el día marcado, Philip despertó y descubrió que su pie seguía tan reventado como siempre; Él, el Todopoderoso o el Altísimo o el Creador, había incumplido su promesa como justiciero universal con un crío de ocho años y había alargado su sufrimiento durante toda una vida entera.  

Cuando Philip le preguntó el motivo a su tío, vicario de la iglesia local, la respuesta fue clara: no había tenido suficiente fe en Dios, o si la había tenido, es que quizá no comprendía los designios divinos. Recibió exactamente las mismas explicaciones que nosotros ante las acciones de la judicatura española.  

No es de extrañar descreer cada día más de los jueces. Sé que hay padres que le dicen a sus hijos que tengan cuidado con la Policía, que es un cuerpo con mucho corporativismo represivo en el que te la pueden liar con gusto, sin embargo, lo que yo le digo a los críos es que a quienes de verdad deben temer es a los jueces (un poli puede meterte una paliza, pero un juez puede joderte la vida).

Es doloroso, pues yo me considero demócrata –no sé lo que soy, pero sí lo que me considero–, pero no me puedo fiar de los jueces de mi país. No lo hago porque altos magistrados judiciales están montando eso llamado lawfare, que aquí preferimos llamar golpe judicial o cinismo antidemocrático o ser un chupóptero que quiere legislar sin presentarse a elecciones, ante la mirada equidistante del resto.  

Es triste, pero me he vuelto un magufo judicial; pongo los ojos en blanco cada vez que veo a Marchena o García-Castellón o Peinado montar zaragatas técnicas para atacar lo que yo y los míos hemos elegido en las urnas. No les creo, no me fío; les niego tres veces cada vez que abren la boca.  

Los jueces atacan la soberanía popular e intentan legislar (prevaricar) desde púlpitos corporativos mientras nos repiten en bucle que no entendemos sus designios; nos tratan como auténticos imbéciles, como a Philips con el cerebro deforme en lugar de los pies, que no comprendemos que su voluntad (ideología) es mucho más importante que la de los millones de electores que estamos hartos de ver cómo nos menosprecian.  

Luego, eso sí, se lamentan de que nadie se fíe de la judicatura: supongo que no recuerdan que Philip acabó por negar a Dios.

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