Llegué a Ibiza el martes, 30 de julio. La última vez que había pisado la isla fue en 2021, para participar en un congreso de temática LGTBI+, pero, como mallorquín, siempre he mantenido una relación de vecindad con la pitiusa mayor. En esta ocasión, como mi novio estaba visitando a unos amigos en Ibiza, aproveché la corta distancia entre ambas islas para darme un salto y compartir unos días todos juntos.
Lo primero que sentí al llegar a Ibiza era que ese lugar había sucumbido a la codicia humana. No quiero decir con esto que Mallorca no lo haya hecho, ojo, pero Ibiza es el espejo donde debería mirarse antes de que su piel se caiga a tiras. Un lugar que, allá en los años 70, fue refugio de personas que huían del materialismo, el consumismo y el capitalismo feroz, se ha transformado, con el paso del tiempo, en una isla hostil, insolidaria y prepotente. Es lo que tiene el capitalismo si no le pones límites. Que te empuja a la codicia. Lo hippie ahora se ha quedado reducido a un estampado en una bolsa de playa y a un colgante de plástico por 40 euros. Ibiza es una isla en manos de mercenarios. El ejemplo mediterráneo del asesinato por dinero. Pero no cometido por el turismo depredador. No. La turistificación es la consecuencia de una nefasta gestión política del entorno natural en favor de unos intereses económicos que siempre contaron con la benevolencia de los gobiernos insulares, cuando no han sido lo mismo. ¿Les suena Matutes? Pues eso.
Estando allí conocimos el desalojo de Can Rova, una finca que ejercía como una de las muchas "villas miseria" que pueblan la isla y donde malviven algunos de los trabajadores del sector turístico insular. Según contaban en el vecindario, el dueño, que ha sido denunciado por sus hermanas y copropietarias del terreno, que viven en el barrio de Salamanca, en Madrid, alquilaba ilegalmente el solar familiar, de 17.000 metros cuadrados, a personas y familias que se instalaban en tiendas de campaña o caravanas, abonándole 400 euros al mes. Por supuesto, en negro. En el momento de la intervención policial se encontraban en el campamento ilegal doscientas personas. Entre ellas, 20 menores. Pero había llegado a albergar 500. Echen cuentas.
No sabemos si ese corrupto acabará con sus huesos en la cárcel, pero lo que sí sabemos es que hubo 200 personas, algunas ya habían pagado agosto por adelantado, que no tuvieron donde dormir antes o después de su jornada laboral. Porque cuando una sociedad se queda sin alternativas, esa comunidad se estanca. Pero cuando las alternativas vulneran la dignidad del ser humano y los derechos del trabajador, esa sociedad entra en estado de putrefacción.
En Ibiza, conocí a una chica, que había residido en Madrid -otro infierno-, que la habían contratado para trabajar allí. En la oferta de empleo se incluía el alojamiento. Eso está siendo bastante habitual en la búsqueda de trabajadores para los negocios de la isla. De lo que en realidad estamos hablando es de que su jefa le pagaba 2.000 euros al mes y le cobraba 1.100 por el alquiler de uno de los varios pisos que tenía, en propiedad, en la ciudad. De esa manera, su jefa se convertía también en su casera y cuando le dice que tiene que librar solo un día, en lugar de los dos que apalabraron, o trabajar un festivo, ella acepta y calla. Por miedo. Ya no solo a quedarse sin trabajo, sino también a quedarse sin casa. Y, aún así, la chica estaba satisfecha. Al menos, no tenía que compartir piso con otras dos personas, como le pasaba a su compañera de trabajo. Por cierto, el piso compartido también era propiedad de su jefa.
Ibiza funciona como un sistema feudal. Los caballeros ahora son empresarios y los campesinos, trabajadores del sector turístico. Ibiza solo es agradable si costeas, sin rechistar, sus tropelías. Desde nueve euros por una cerveza Alhambra en un chiringuito de playa, pasando por el alquiler de camas y balcones a 800 euros al mes, hasta llegar a no poder alquilarte una vivienda en tu localidad natal porque los turistas, y la avaricia de tus conciudadanos, van por delante de tus derechos. Y tendrán las narices de decirte que eso es lo que hay. Como hizo, con ausencia rotunda de vergüenza, el alcalde de Málaga. Porque lo preocupante es que muchas otras localidades españolas están corriendo la misma (mala) suerte que Ibiza y nadie hace nada para evitarlo. Como escribí en mi anterior columna, aquí en Público, no es que hayamos diseñado un sistema en el que obrar mal y crear desigualdad forme parte de la libertad individual de cada cual; es que hemos instaurado que eso es lo correcto, que obrar mal es el proceder adecuado. Y tragar con ello, la respuesta correcta.
Los gobernantes de Ibiza y de Balears, de todo signo político, han consentido esos abusos. Han sido cómplices de los desmanes o, simplemente, han mirado hacia otro lado cuando sucedían. Esta atrocidad no les ha pillado por sorpresa. Se les lleva avisando desde hace tres décadas y nunca han hecho nada por salvar a sus islas, y a sus habitantes más humildes, del depredador. Tal vez, porque el depredador estaba en casa y cuando le ofrecían una cifra con muchos ceros, la humanidad se rendía ante la usura más ruin.
"Vivimos del turismo". Es la gran mentira que llevo escuchando desde bien pequeño. No viven del turismo, viven para el turismo. Solo los privilegiados -hoteleros, empresarios turísticos o propietarios de varias viviendas- abonan su codicia con esa frase. El resto, solo puede sobrevivir a duras penas.
Comentarios
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