Otras miradas

Ni mi casa es ya mi casa 

Azahara Palomeque 

Escritora y doctora en Estudios Culturales

Imágenes de personas al lado de un termómetro en las calles de la capital hispalense a 47 grados de temperatura en Sevilla.- Francisco J. Olmo / Europa Press
Imágenes de personas al lado de un termómetro en las calles de la capital hispalense a 47 grados de temperatura en Sevilla.- Francisco J. Olmo / Europa Press

Mi amiga Carmen me mandó ayer un mensaje para decir que no reconoce su casa; que hace tanto calor entre las paredes de ese pisito cacereño que está pensando seriamente instalar el aire acondicionado; pero que, mientras duda sobre su decisión, no consigue dormir, así que ha extendido sus actividades a las horas nocturnas y, en consecuencia, el verano está alterando sus biorritmos como un perpetuo jet lag. Zombie por los corredores y dueña de un mareo extensible a sus mascotas, la ciudad se le ha transformado en un géiser hostil para el que no hay ya refugio posible, y el cuerpo le devuelve señales de alerta con las que jugar al miedo. Su mensaje también esconde una pregunta a quien no sólo se ha acostumbrado al calor, sino que lo ha elegido conscientemente y lo afronta a base de estrategias ancestrales y una genética extrañamente mágica. En otra vida, me gusta contarle entre risas, creo que fui un tuareg, aunque lo cierto es que yo también sufro los vapuleos de este extremismo climático, y ni los toldos, ni los muros gruesos y techos altos de mi hogar, ni el abanico alivian lo suficiente. Salgo a la calle y contemplo el termómetro por encima de 40ºC casi a diario; la piedra gótica, musulmana o romana de este palimpsesto cordobés desprende fuego y, quitando algunos aguerridos naranjos, no hay árboles que den sombra. Sudo profusamente, y todo eso, junto al horario de los lugareños que han decidido partir la jornada de sueño en dos, la madrugada profunda y la siesta, para disponer de las frescas mañanas y noches libres, se lo ofrezco a Carmen como receta médica. Mira, es que tenemos que adaptarnos; mira, Azahara, es que mi casa es un invernadero; pues planta tomates –respondo. 

Invernadero es el efecto funerario de nuestros días, y también el resultado directo de un delirio capitalista que nos torna extranjeros en nuestra tierra. Aquí, las actividades vespertinas han quedado suspendidas y apenas abren los comercios; el mercadillo ha pasado a llenar de tenderetes una ruta iluminada por farolas y ocasionales estrellas; la piscina de mi pueblo invita a darse un chapuzón hasta la 1:30, presuponiendo el ayuntamiento que pocos lograrán pegar ojo antes. Si algo va a traernos esta emergencia sin tregua será la estupefacción, prolongada y completada a lo largo de los años, frente al hecho de que nuestra casa ya no es nuestra casa, hasta que debamos abandonarla por otra ajena igualmente a las hechuras de costumbres, trayectorias biográficas y amores. Tampoco los paisajes –el lar último– son reconocibles a unos ojos cuya memoria se va acoplando a la nostalgia pero no halla concatenación en la mirada contemporánea. A más calentamiento, más aeropuertos y campos de golf, se nos lanza desde las autoridades teóricamente competentes; más regadío falto de la sustancia vital que alivia la sed, más autopistas y contaminación atmosférica, más tala de frondosidades urbanas. La adaptación, parece ser, funciona como el engaño del cuento Hansel y Gretel: la bruja engorda a los pequeños y éstos, devorando máquinas de aire acondicionado y vacaciones en crucero, piensan que el feliz gozo de la glotonería puntual los mantendrá a salvo, antes de que la vieja los introduzca en la caldera y haga potaje con ellos. La fábula proyecta refulgencias tan caníbales como el mismísimo antropoceno. Los chiquillos, por cierto, tampoco tenían casa. 

Así, mi río que antaño se desplegaba en ensenadas y dibujaba una playa no existe, hoy es una fosa séptica; mi agua de lluvia no llovía microplásticos –ahora, claro está, ese problema puede verse compensado por la circunstancia de que casi no llueve; mi patio se encontraba plagado de unas salamanquesas que jamás engullían a mosquitos transmisores del virus del Nilo. Cuando nos sorprenda octubre, volveré a sentir ese desequilibro tan turbador entre la luz solar decreciente del crepúsculo otoñal y las temperaturas todavía abrasadoras, de manera que llamaré a Carmen para confesarle que no reconozco la estación del año, que no sé si obedecer a esa penumbra fiel a los relojes cíclicos o a la cualidad febril del aire, pues una y otra pelean por arrogarse la definición ya obsoleta del tiempo que no regresará. Categorías dinamitadas sin necesidad de deflagración, simplemente arrastrándonos por la inercia de la economía; patrones hechos papilla y la ciudadanía envainando la ciencia con una mano y desenvainando el desquiciamiento con la otra; ciclos que ya no respetan su iteración y deambulan, dando tumbos, hacia una mala floración aquí, un banco de peces muertos allá: la vida anda poco a poco desprendiéndose de sus goznes y el lar se nos cae encima como un amasijo de incertezas. Entonces, frente a la decrepitud de un terreno que no soporta más el peso de los ladrillos, habrá llegado el momento de renunciar al sedentarismo que, desde el neolítico, ha caracterizado a nuestras sociedades y abrazar un nomadismo similar al que ya oprime a millones de refugiados climáticos, otros, distantes, quizá espejos del futuro. Y cantaremos, caminantes, metecos, vagabundos, al compás del romance lorquiano: 

Pero yo ya no soy yo, 

ni mi casa es ya mi casa 

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