Otras miradas

Liturgia de lo gastronómico 

Carlos García de la Vega  

Gestor cultural y musicólogo

Freepik.
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Mucho se devanan los sesos los poetas jóvenes con los límites del lenguaje y su capacidad comunicativa. ¿Se puede verdaderamente atrapar la realidad física, la de las emociones, solamente a través de las palabras? ¿Fueron alguna vez las palabras suficientes para comunicarse no solo con los demás, sino con la posteridad de uno mismo? El debate siempre es encendido, lleno de aristas, y creo que tiene más que ver con el gusto por el gusto de saberse capaces de hacer gorgoritos con la dialéctica. Pero si hay un subgénero literario en el que las palabras son insultantemente insuficientes es en el de las recetas de cocina. Cocinar no se puede describir: es sencillamente imposible. La única manera de aprender a cocinar es viendo cocinar y, obviamente, cocinando. Seguir una receta, como en los concursos proto-fascistas ultra-liberales de la televisión es simplemente una práctica forense, diseccionar un acto litúrgico hasta aniquilarlo. ¿Qué más dan los pesos, qué más dan las medidas, qué más dan los tiempos? Una receta es siempre una reducción al absurdo de un acto imposible de transcribir

Cocinar sería algo así como un hilo constante de conciencia ramificada, un continuo de procesos paralelos, el ejercicio de omnipresencia en el espacio/tiempo en el que sucede el acto litúrgico. Los cuatro elementos puestos al servicio de la alquimia. Quien cocina propicia una transmutación. Es un hecho más relevante que la consagración, porque la consagración eucarística es la metáfora de una mentira, transformar alimentos en otra cosa es pura dialéctica aplicada a la materia. Agua corriente que limpia: purificación de los alimentos. Cuchillo muy afilado, una hoja que parte no solo la materia, sino que saja el tiempo. Tabla de madera que acaricia los alimentos. El fuego ya casi no existe: son fuegos sintéticos, de inteligencia artificial, a los que hay que hay que añadirles la generosidad y la intuición de la que los utiliza para volver a convertirlos en llamas. Recipientes de todos los tipos, cada forma y cada tamaño para cada cosa. Ollas, sartenes, cazos. Cucharas de madera, espumaderas, escurridores. Quizá el horno, aunque con este calor nada apetece. A lo mejor también uno de los electrodomésticos contemporáneos que hacen cosas inauditas, casi posmodernas, que nos pondrían en un brete ontológico si tuviésemos que describir su verdadera función y que nos convertirían en seres/cocineros mitológicos, casi druidas. Saber encontrar el nivel exacto de dorado, el punto de crujiente, saber que si pochas demasiado pero muy lento la cebolla se carameliza, que si calientas no demasiado, pero durante mucho tiempo, el queso se cristaliza, que las grasas emulsionan, que el secreto de cocinar es que los jugos que se desprenden con los procesos de cocción no se pierdan y aporten al plato final. 

Admiro mucho a la gente que cocina solo para sí misma. Hay en la alimentación algo de acto de comunicación, de ejercicio de dedicación al objeto para el que se cocina, de reconocimiento explícito de la otredad. Cuando una persona rompe la inercia del "para mí, me preparo cualquier cosa rápida" y en realidad se dedica tiempo, presupuesto y esmero a cocinarse, está siendo transgresor. Porque no es lo mismo juntar alimentos que cocinar. Cocinar siempre requiere de una vocación específica. Cuando la gente hace una horterada en un spa, o se aplica un engañabobos de producto de belleza en realidad no se está procurando autocuidados, se está procurando relax. Solo el que se cocina a sí mismo está desnaturalizando un diálogo para convertirlo en monólogo. Ese momento dramático en el que todas las convenciones se suspenden y en este caso el actor y el espectador se fusionan en una sola experiencia litúrgica 

Salir a comer a la calle se ha convertido en una experiencia cada vez más uniformadora. Todos los restaurantes parecen el mismo, todas las cartas parecen la misma. Solo me interesan los restaurantes que pueden ofrecer algún tipo de cocina que yo no pueda emular en casa –pasándola por mi propio filtro–, o por falta de ingredientes específicos. Vivimos en una sociedad de restaurantes replicantes que, como con la tragedia de Manuel Becerra en mayo de 2023, todos serían susceptibles de autodestruirse en cuestión de segundos por su falta de personalidad. Como con casi todo en la vida, cuando uno se está haciendo mayor, las cosas parecen repetirse ad infitium, ad absurdum y hace que uno esté destinado a conformarse solo con lo esencial. De hecho, solo en lo esencial uno encuentra cierta paz, cierto consuelo, por consistente.  

Pero en medio de este ruido y mucha banalidad, una noticia-publirreportaje me llama la atención: el chef del color rosa. E investigo y propongo montar un road trip de Semana Santa que bascule en torno al restaurante del chef obsesionado con el rosa. Se llama Alejandro Serrano, tiene 28 años, y recibió su primera estrella Michelín con 24. Se la ganó por un proyecto inaugurado justo antes de la pandemia que decidió montar lejos de los epicentros de los restaurantes replicantes, sino en su ciudad natal, Miranda de Ebro, donde su familia siempre había tenido una casa de comidas tradicional. Decía en su artículo que su especialidad era el pescado y el marisco porque tradicionalmente en su vía de distribución desde los puertos del Cantábrico hasta Madrid, Miranda había sido siempre un primer caladero donde se quedaba muy buen género. Como nacido a escasos trescientos metros del mar –Mediterráneo–, decido ponerme chovinista y encargar para la visita a su restaurante el menú alternativo "Tierra de campos" en los que trabajaba productos de Castilla.  

La llegada al restaurante, en un barrio de clase media de Miranda, oculto como un trampantojo en una típica cuadrícula de ensanche urbano franquista, no presagia que uno está a punto de meterse en un plató de cine o en un decorado de teatro. De hecho, la recepción del restaurante tiene un truco de ilusionismo que hace que uno se sienta en una película de Bob Fosse, donde el dinamismo y los tiros cámara le hacen moverse por la materia fílmica, en este caso la experiencia gastronómica, de formas que uno no hubiese imaginado.  

He tenido dudas, muchas dudas, hasta qué punto quiero o no quiero hacer spoilers de la experiencia en Alejandro Serrano (restaurante) con Alejandro Serrano (chef) y creo que prefiero jugar yo también a cierto ilusionismo y no desvelar apenas nada. Solo diré que aquel Viernes Santo, después del aperitivo y el primer plato de "Tierra de campos" entendimos por completo la propuesta retórico-culinaria del chef y mi amigo y yo decidimos reservar para el día siguiente para probar la versión XL del menú en torno al que gira su proyecto: "El bosque marino". Así de convincente fue la inmersión en su mundo, así de elocuente el gesto culinario.  

La liturgia de Alejandro Serrano es una liturgia de la palabra, o más bien la liturgia del cuentacuentos. Cada plato, cada pase, tiene una historia detrás, un capítulo de biografía que se condensa en el plato que te están presentando. Además, va acompañado de su propia sub-liturgia, su atrezzo, su juego escénico. Tierra de Campos o El Bosque Marino son en realidad una representación casi teatral de las Mil y Una Noches, donde cada textura, cada sabor, cada elemento cuentan por sí mismos los pequeños esbozos que algún camarero o incluso cocinero te van dejando en la mesa. Y es que, de alguna manera, y supongo que tiene que ver con que Alejandro es GenZ, la jerarquía y la verticalidad, aunque estoy seguro de que existe, porque no se puede tener una maquinaria de precisión como es esa cocina sin una disciplina férrea, está desdibujada. Cocina y sala se funden, jefes y empleados hacen de cara al público las mismas funciones. Todo el mundo es joven, todo el mundo es extremadamente amable. La única particularidad es que, en estos mil y un bosques marinos, son otros narradores orales los que te van contando en microrrelatos la historia de Sherezade (Alejandro Serrano).  Aunque él esté allí presente, fuera de la cocina casi todo el tiempo, organizando pases, incluso trayendo o retirando platos, como si la cosa no fuese con él. Porque nunca o casi nunca (en nuestro caso solo nos explicó el final del menú, con unos petiflús que ya eran elocuentes de por sí y que, sin referir ninguna anécdota personal, también contenían toda una subcultura que mi amigo y yo entendimos inmediatamente) refiere su propia historia: son los otros los que las cuentan.  

Hacer que tu propia historia se cuente estando presente y en silencio es un dispositivo teatral de primera magnitud. Pero también tiene mucho de gesto artístico el convertir esos pequeños retazos de la propia biografía, supongo que algunos felices, otros hasta cierto punto amargos, en unidades narrativas universales del que cualquier persona, afín a tu experiencia o sensibilidad o no, pueda hacerlos suyos y sentirse interpelados. El siguiente gesto artístico consiste en transformarlos en un plato que aúne todos esos elementos a partir de sabores, aromas, texturas, colores. Para, al terminar, cuando retrospectivamente reúnes todo el material narrativo, darte cuenta de que se te ha transmitido, oral y sensorialmente, no solo una biografía ajena, sino también una reescritura de la tuya propia. Supongo que de eso va el storytelling, que tan de moda y codificado está en Estados Unidos, y que aquí solo unos pocos manejan abiertamente como una parte fundamental de la industria del entretenimiento. De contar y transmitir vida, y eso Alejandro Serrano lo sabe hacer de maravilla, además de ser un cocinero impresionante.  

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