Otras miradas

Futuro

Israel Merino

Periodista

Pixabay.
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Fantaseo con ser como mi amigo Carlos: hace un par de semanas, mientras tomaba algo con él y su embarazadísima mujer en una terraza cerca del centro de Bilbao –ánimo, Ana, ya te queda muy poco–, intenté ponerlo nervioso con su futura paternidad, pero fue imposible.

Traté de hacerle ver que se iba a enfrentar a una etapa nueva y complejísima con una pila de dificultades a las que ni Dios está preparado, pues la paternidad es siempre tan imprevisible como una tormenta a mediados de agosto por mucho que acumules en la mesilla de noche libros carísimos sobre recién nacidos, pero no hubo forma; mientras Ana, que ya lleva nueve meses descubriendo en sus propias carnes de qué va la movida, lo miraba por el rabillo del ojo casi con chisporroteos asesinos por su falta del más mínimo atisbo de nervios, él arqueaba las cejas y se encogía de hombros y se reía ante mis intentos de acorralarlo no porque vaya a ser uno de esos hombres viejos que pasan de la crianza de los hijos y se lo dejan todo a ellas, ni mucho menos, sino porque Carlos es de ese tipo de personas que analizan con calma y lógica cada momento y nunca, pero de veras que nunca, se ponen nerviosas. Es una persona a la que envidiar, os lo aseguro, pues lo he visto de fiesta y en su boda y hasta en situaciones que es mejor no dejar por escrito, y el pibe siempre se muestra resolutivo y con el temple perfecto para dar lo mejor de sí a los demás: que yo de mayor quiero ser como él, vaya.

Este verano está siendo movidito para los periodistas. Las fechas de la canícula son perfectas para presumir de imaginación ante los jefes y sacar temas veraniegos con los que rellenar el periódico, como las míticas disputas de vecinos por las entradas de las piscinas públicas o las ya clásicas imágenes en los magazines televisivos de reporteros friendo huevos sobre el asfalto, sin embargo, este verano no ha habido tiempo para descansar: el verano de 2024 es el del dolor y la incertidumbre.

Estos meses estivales hemos visto a Israel masacrando Gaza –que su participación en los Juegos Olímpicos no te impida ver el bosque– y a Rusia perpetuar su carnicería en Ucrania y a la mitad de las bolsas mundiales rebajar sus números hasta cerrar en rojo; unos números mágicos, por cierto, que no entendemos pero que siempre son sinónimo de hambre e incertidumbre para nosotros. El verano siempre suele ser una burbuja cálida, como el primer abrazo que le darán Carlos y Ana a su hijo, ante el horror que se desata en el mundo durante el resto de los meses, pero este año toca ver desde nuestras sillas de playa una proyección de lo que será el futuro.

A mí me da miedo lo que pase –mucho miedo, para ser exactos– y la actualidad es un puñetero revulsivo para mi cerebro. Augures tenebrosos aseguran que los numeritos esos de las bolsas van a ir todavía más para abajo y que cierto megalómano tronado tiene muchas posibilidades de ganar unas elecciones que se darán al otro lado del océano en el mes de noviembre. Me gustaría tomarme el futuro como Carlos, con el temple de acero e impidiendo que ningún capullo me ponga nervioso desde fuera, pero tiene pinta que seré más bien como un cachorrito que ve a su dueño alejarse: lloraré y temblaré desde el balcón.

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