Lo primero que hice cuando empezó el verano fue pagar para que un trozo de acero quirúrgico atravesara mi vientre: fui a que me hicieran el piercing del ombligo. No fue un decisión tan estética como espiritual. Aquel abalorio metálico representaba para mí toda una promesa de prosperidad. Dos bolas enmarcadas en una barriga me recuerdan a la sabiduría pausada de La Mari de Chambao cuando canta: "pokito a poko entendiendo que no vale la pena andar por andar". Me transmiten la determinación feroz de las adolescentes que, si algún profesor intenta ridiculizarlas, contestan arqueando una ceja delante de toda su clase. Me devuelven el desparpajo canalla de las camareras que desafían las políticas de la discoteca y te sirven la copa cargada si se lo pides por favor. Yo quería tener todo eso. Para mí la respuesta a la cuestión nietzschena, cómo se llega a ser lo que se es, estaba clara: convirtiéndome en una mujer con un piercing en el ombligo.
Así funcionaban las asociaciones de mi precaria y desesperada mente estival: ninguna mujer con el piercing en el ombligo era una llorica, una lánguida, menos aún una amargada. Jamás las había imaginado así. En cambio yo, aún libre de perforaciones, hacía tiempo que no podía describirme de otra forma. Cuando atravesamos problemas todos sufrimos. Pero existe otro tipo de dolor, aún más desesperante; estar triste sin motivo aparente. Pena atemporal. Apatía transversal y transhistórica. ¿A partir de cuantos días dejas de estar triste para pasar ser una triste?
Yo llevaba triste más de un año. No todos los días, no a cada rato. Sin embargo, sí que concluía todas las conversaciones sobre mí con un "no levanto cabeza" o sucedáneos. Al principio fui magnánima conmigo misma. Era cierto que recientemente me habían sucedido algunas calamidades, así que me di permiso para no estar como unas castañuelas. Pero a medida que fueron pasando los meses, la poca complacencia que había reservado para mí se fue agotando. ¿Por qué no remontaba? Rápidamente empecé a verme a mí misma como una niñata caprichosa, como una pejiguera que no se ponía de mejor humor aunque ya no le pasara nada. Como si me hubiera entrado una pataleta crónica. Nos empeñamos en poner fechas de caducidad al dolor. Una vez fuimos niños y una enfermera nos susurró "tranquilo, solo te dolerá un minuto" al hincar una jeringuilla llena de vacuna contra la varicela en nuestro brazo rechoncho. Nos creímos que siempre sería así. Pero ya nadie nos da piruletas al bajarnos de la camilla ni se encarga de explicarnos cuánto sufriremos por estocada. Las desdichas no vienen con obsolescencia programada.
Los meses pasaron y fueron desdibujando la idea de mí misma con la que había crecido. ¿Quién era yo si yo siempre había sido alguien alegre y ahora no lo era? No se me pasó por la cabeza que una Leonor hastiada y apagada pudiera ser tan real y asumible como una Leonor pizpireta y descansada. Por el contrario, erigí a mi versión de los diecinueve años como la pintura rupestre de la felicidad que un día había sido capaz de amasar. A mi yo de aquel entonces le encasqueté el papel de haber sido la versión más plena de mí misma que jamás se ha conocido. Sé que me lo pasé muy bien ese año; pero no sabría decir si, en riguroso directo, aquella niña de casi veinte años habría dicho que era completamente feliz. A mí me daba igual, yo ya la había canonizado. Entre todas las trampas que puedes hacerte jugando al solitario, siempre está la de idealizar a una versión de ti misma que, cuando existió, tampoco te cayó bien del todo. Todas somos más guapas, más listas y más felices cuando no estamos protagonizando nuestras vidas. Siempre nos gustamos más fosilizadas.
Sobre esta papilla blandengue de desconsuelo, comenzó a volar una mosca que me taladró con su zumbido: la posibilidad de convertirme en Una Pesada. Un fantasma recorre las conversaciones de las mujeres: es el fantasma del miedo a ser pesada. "¿Te estoy aburriendo?"; "¿te harta ya este tema?", quien no se haya visto salpimentando su participación en una conversación con alguna de estas preguntas que lance la primera piedra. Pero, ¿en qué consiste ser una pesada?. Propongo un juego. En una sobremesa entre amigas pregunta en voz alta en qué escenarios sienten que son unas pesadas. Cuando me desahogo por algo que me preocupa. Cuando hablo de algo que me interesa. Cuando me pongo enferma y se quedan conmigo cuidándome. Cuando propongo hacer un plan que a mí me ilusiona. Cuando me quejo por algo que me ha dolido. Cuando busco consuelo. Cuando demando algo que necesito. ¿Línea? ¿Bingo? ¿Han dicho una de estas situaciones? No me lo puedo creer, ¿en serio han dicho todas? Parecer que para una mujer ser pesada significa hacer cualquier cosa que pueda generar molestia.
Está interesante el panorama. Comprar el pastel de que mostrar cansancio, expectativas o dolor genera una situación engorrosa para los demás ya tiene guasa. Pero el triple salto de tirabuzón llega cuando vemos que a nosotras, atemorizadas por ser una carga, no nos fastidia que los demás nos ofrezcan su vulnerabilidad; es más, en muchas ocasiones, lo celebramos. Socializadas para cuidar, nuestra autoestima se da un banquete cuando servimos de apoyo. Menudo juego este. Cuando nosotras tenemos cuarenta de fiebre y nos limpian los mocos somos poco menos que un parásito; pero cuando los demás buscan nuestro hombro porque han tenido un mal día, nos sentimos valiosas porque hayan elegido marcar nuestro número y escuchar nuestros consejos. Anda ya. Se acabó la ley del embudo. Aquí todos resultamos a veces un poquito peñazo.
Vivir intentando no ser una pesada se parece bastante a llegar borracha a casa de tus padres y pretender abrir la puerta, beber agua y meterte en la cama sin despertar a nadie. Da igual que andes haciendo eses, el objetivo es hacer malabares con el sigilo y, bajo ningún concepto, ser un fastidio. El único problema es que en la vida a veces acabas vomitándole a alguien de madrugada o dándole una mala noche porque no paras de roncar. ¿Y qué? ¿Y qué si a veces, solo a veces, resultamos un poquito más difíciles de querer?
Por supuesto que yo en muchas ocasiones soy una pesada. Pesada de verdad (es decir, no la acepción que significa ser un mortal común y, por ejemplo, pedir un día un favor). Como lo son, en algún momento, todas las personas a las que amo. Y aún así nos queremos. Seguimos siendo merecedores de amor cuando damos la lata. También cuando nos pasamos de la raya y nos ponen freno. Esto era relacionarse: abrir la puerta a que el otro pueda quejarse, pueda poner límites, incluso pueda marcharse. No hay ninguna otra forma de aprender. Tampoco de quitarse de encima a listos que sólo quieren tumbarse a nuestro lado si la cama tiene sábanas recién lavadas. Es imposible oler siempre a suavizante. ¿Cuándo podremos dedicarnos a ser un peñazo sin temer un éxodo entre nuestros amigos? Podemos abrazar la complejidad. Estamos preparados para cansarnos de los demás, tanto como para celebrar junto a ellos. Se reconoce a un buen fiestero en su capacidad de llevar a cabo dos tareas esenciales: ser el último que queda en pie coreando cuando se encienden las luces del antro y ser el primero que se ofrece a volver contigo a casa si te ve llorar porque te has encontrado a tu ex en el local.
La primera persona a la que le enseñé mi prometedor piercing en el ombligo fue a mi amiga Mar. Ella, además de ser con quien había quedado esa misma tarde, era una de las personas que llevaba más de un año escuchando mis lacónicos audios de quince minutos dedicados a los pormenores de mi tristeza. Ya imbuida por los poderes juguetones que me otorgaba mi nuevo piercing, decidí enseñárselo por sorpresa, levantando repentinamente mi camiseta mientras gritaba entusiasta "¡mira lo que me he hecho!". Mar apenas se sorprendió, miró mi barriga, me miró a mí, y me dijo: "Fíjate tú, yo pensaba que era un piercing que tú ya tenías". Es frecuente que por malicia o torpeza un comentario que decimos como halago sea recibido como una ofensa. Regalo envenenado. Sin embargo, resulta poco común que algo que decimos desde la completa indiferencia sea el mayor de los piropos para quien nos escucha. Le conté a Mar todas mis absurdas asociaciones y le hablé sobre porqué ese pendiente iba a ser un antes y un después en mi apesadumbrada rutina. Entre risas, ella me las admitió todas. Amar también es participar de los delirios del otro. Añadió entonces: "Precisamente por eso creía que ya lo tenías. Es un piercing que te pega." No sé si lo creía de verdad o sólo pretendía animarme. No hice nada por descubrirlo. Estaba atónita, no podía creerme que, a pesar de mis llantinas, ella me viera a mí como yo veo a las mujeres con piercing en el ombligo. Esa noche volví a dormir ocho horas del tirón y a la mañana siguiente no me costó salir de la cama. Desayuné, me vestí y antes de irme a trabajar pasé un buen rato mirando en el espejo mi gloriosa panza esperanzadora.
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