Otras miradas

Liturgia techno

Carlos García de la Vega

Gestor cultural y musicólogo

Liturgia techno

Microdosis MadridDice el capítulo tres del Eclesiastés que "todo tiene su momento oportuno; / hay tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo: / tiempo para nacer y tiempo para morir; / tiempo para plantar y tiempo para cosechar; / tiempo para matar y tiempo para sanar; / tiempo para destruir y tiempo para construir; / tiempo para llorar y tiempo para reír; / tiempo para estar de luto y tiempo para bailar..."

En marzo de este año la escena club de Berlín lograba una aspiración de una década y es que la UNESCO y el gobierno de Alemania reconociese la cultura en torno al techno como Patrimonio Inmaterial en la lista nacional de Alemania. Este es un paso previo para incluir la escena club en la lista universal, lo que sería antropológicamente un salto importantísimo puesto que esta lista, en general, está destinada a las promover la conservación de manifestaciones culturales en riesgo de desaparición, casi siempre de carácter folclórico y etnológico. Que estos mecanismos se apliquen a un proceso subcultural vivo y sin riesgos de agotamiento quizá tenga una intención contraria a lo que suelen servir estos mecanismos protectores de la UNESCO. Normalmente tienden a promover la conservación de fenómenos con la extraña y oculta agenda de incentivar la industria del turismo. En este caso, leídas las declaraciones a la prensa de los colectivos que promovieron su inclusión, tengo la sensación de que su propósito era precisamente el contrario: proteger una escena muy golosa para el gran público y alimentada por todo tipo de leyendas urbanas, de los estragos del turismo más simplista.

Aunque pueda ser que Berlín sea el epicentro del techno a nivel mundial, para que la escena club suceda solo hace falta una persona escogiendo música y otra bailándola. A eso se reduce la ecuación a pesar de toda lo que pueda parecer toda la parafernalia berlinesa. Digamos que se completa cuando la persona que la escoge también la baila, o al menos, tanto como le permite no descuidar la principal tarea, que es seguir escogiendo lo siguiente que va a sonar. Es por eso que puede estar sucediendo escena club ahora mismo en cualquier lugar del mundo con dos personas bailando pop o música folclórica o incluso un vals de Strauss. Mientras uno la haya escogido para el otro y los dos se hayan puesto a bailar, estamos preservando la escena techno de Berlín. Es un acto chamánico de curación, de celebración, de cicatrización, de supuración donde la música es el ungüento y bailarla es la propia cura.

Lo verdaderamente poderoso en la escena club es que este acto primigenio, el gesto primario de la bailar una selección de música ajena, se convierte en una experiencia mucho más significativa cuando se da en comunidad. Cuanta más gente mejor, cuanto más trepanantes los bajos en tus vísceras mejor, cuanto más sentido interno tenga la selección de temas y que constituyan en sí mismo una unidad por su propia coherencia, mejor. En ese momento estamos trascendiendo en comunidad el tiempo y el espacio para colocarnos en una especie de limbo contracultural que redime, a base de sudor y beats, todo lo malo que nos sucede colectivamente y, lo que es mejor, todo lo malo que nos sucede particularmente.

En mi cabeza musicológica, completamente desertora de la Academia y sus modelos epistemológicos, la secuencia de la historia de la música no se rige por los progresos formales en la composición ni por la sucesión casi moral de estilos, en pos de un supuesto avance ad infinitum. De hecho, este esquema de pensamiento, de progreso constante, ha dado lugar a que la música que llaman clásica, y que formalmente la musicología llama académica, haya perdido en poco más de un siglo totalmente su vigencia, oportunidad y capacidad de agencia en la sociedad. La influencia enorme de personas como Gustav Mahler o Nadia Boulanger, por hablar de dos epicentros del paso al siglo XX, en Viena y París, no tiene nada que ver con el relativamente modesto e inofensivo lugar que los compositores académicos ocupan hoy en día en la escala de relevancia social.

En vez de la lista de los reyes godos que es gregoriano, Arts Antiqva, Arts Nova, polifonía, monodia acompañada por bajo continuo, forma sonata, etc., me gusta pensar que la historia de la música en dos grandes bloques, basados en los modelos de recepción mayoritaria por parte de la gente. Que nadie se lo tome muy en serio, esto es un scherzo de fin de verano. Soy consciente, además, de que dejo a un lado toda la música en la Antigüedad Clásica e Imperio Romano, porque a pesar de que es obvio que existir, existía, las evidencias que nos han quedado son bastante pálidas en comparación con la magnificencia de su escultura, arquitectura o literatura. Así que pongamos, como la propia historia tradicional de la música, el inicio en los tiempos del gregoriano. Desde ese tiempo hasta el cambio de siglo XX y con los mecanismos de radiodifusión y reproducción masivos la música como artefacto cultural, primordialmente se recibía pasivamente, escuchando. Uno tenía que acudir al lugar donde emanaba la música para que inundara por completo y, en general, una la recibía sentada y quieta. A partir del cambio de siglo, y de que las vanguardias fueran poco a poco perdiendo el sentido del ritmo, la música de forma privada o pública, abandonando lo académico y ganando el terreno popular, ha cambiado el paradigma, la forma de recepción pasa por la mediación del propio cuerpo del oyente: es decir, bailándola. Obviamente siempre ha habido música de danza (popular, social y de ballet) en todo el periodo "pasivo", aunque también es cierto que esos aires de danza se solían sofisticar hasta convertirlos en una forma musical más elevada para hacer música "de escuchar sentado". Del mismo modo, en este supuesto periodo "activo" sigue habiendo oyentes pasivos pero lo que llena estadios, pistas de baile y vídeos en TikTok es la recepción musical activa

En este sentido, el techno y el house son las dos caras de una misma moneda en la que, ante el sinsentido del mundo capitalista, los receptores, danzantes, malditos, de la escena club se evaden, se redimen, se depresurizan, se reimaginan. Es muy poderoso estar bailando en mitad de un enjambre de desconocidos, tiene algo de tribal, tiene algo de satánico, tiene algo de beatífico. Hay gente purista que dice que el techno no es música. Yo les digo: no sabéis nada de música. Toda su artificialidad, todo su aspereza y su deshumanización, toda su maquinalidad, martilleante, repetitiva, inasequible, no hace otra cosa que ponernos de frente con todo el horror del mundo, que seguramente no podemos soportar y por eso tenemos que escoger la válvula de escape más atronadora, la del techno en compañía. Dejar de ser quién eres, ser parte de un colectivo sin nombre, sin manifiesto, sin agenda, que solo quiere sudar y que le retumben las vísceras mientras se toma un respiro de la realidad.

Esto se puede dar en cualquier lugar del mundo, en cualquier discoteca, pero si hay algo que hace a la escena club de Berlín algo especial es que es un lugar absolutamente seguro para mujeres y personas LGTBIQ+ es como si esa ciudad escenario de destrucción y de laboratorio del horror, que ahora mismo por un sentimiento de culpa espantosamente gestionado por sus autoridades están apoyando sin sonrojo el genocidio en Gaza, pero cuyos vecinos y ciudadanos siguen conservando la cicatriz del espanto en sus memorias y sus conciencias. Solo en ese terreno moral cicatrizal se ha podido constituir una comunidad de personas que han sabido mirar el horror histórico a la cara y por eso, han decidido bailárselo hasta desfallecer. Como en una utopía se han propuesto y han conseguido anular cualquier tipo de inequidad. Quien entra al club suspende automáticamente el patriarcado, aunque sea por unas horas. Las mujeres son libres, los maricas y las lesbianas y las personas trans y les no binaries, pueden ser elles mismas, nadie molesta a nadie, nadie juzga a nadie porque el ecosistema que el techno teje se encargaría de expulsarlo de la fiesta de la comunión colectiva, bailada y sudada. Individualmente pueden ser patanes: en Berlín, en el club, formas parte de una comunidad que te trasciende. Y precisamente ahí reside su valor y su especificidad.

La última vez que bailé en Berlín, hasta bien amanecido el lunes en junio pasado, pinchaba un DJ llamado Partok. Tras unas cuantas horas de hacernos mecernos como un campo de trigo por la noche, eligió, para despedirnos, una canción de la grandísima Diana Ross, versionada con muchísima fuerza y empoderamiento por la también enorme Marlena Shaw, "Touch me in the morning". Aunque la canción va sobre una ruptura pactada,  bien podía referirse al final de aquella noche, de cualquier noche en la que se ha conjurado contra la iniquidad bailándola, y que en la primera estrofa dice: "oye, ¿no fui yo quien dijo que esto no iba a durar para siempre?, ¿no fui yo quien dijo que simplemente nos sintamos felices del tiempo que hemos pasado juntos?" De ese mismo modo acaban estos actos litúrgicos del verano de 2024, habiendo aprendido que en cada uno de ellos se produce una transustanciación, que por lo tanto no son actos infinitos porque exigen mucho, demasiado, tanto del que los oficia y del que los recibe. Son actos excepcionales y que no hay nada mejor que después de una noche entera de bailar en Berlín, no hay nada más reconfortante, que llegar a casa, darte una ducha y dormir para que el nuevo día, con la promesa perpetua de nuevas liturgias, nos vuelva a deslumbrar con el sol en los ojos.

 

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