Otras miradas

España es un país racista

Silvia Cosio

Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'

España es un país racista
Vinicius señala a aficionados que le insultan en Mestalla. Europa Press

 

"Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños"

Tennessee Willams, Un tranvía llamado deseo

 ¿Nunca os habéis levantado en plan "oye mi cuerpo pide salsa y con este ritmo vamos todos a bailar"? Es decir que no importa lo que pase ni lo bien que te trate ese día la vida y la gente porque sabes que vas a acabar teniendo bronca con alguien. Pues lo mismo pasa con las extremas derechas, que se la sopla la realidad y los datos, que ellos ya tienen planificado montar bronca porque necesitan que vivamos enfadados y asustados para imponer su agenda y así gobernar y hacer negociete (atentos a este segundo enunciado porque aquí está el quid de la cuestión). De hecho, a muchos les gustaría poder evitar todo este engorro del compromiso político y los valores tradicionales y el curro de las guerras culturales y tener que dar todo el día la matraca en redes y se pasarían directamente a lo de los negocietes, pero las cosas no funcionan así de fácil.

Para tener un mercado desregulado en el que hacer y deshacer a voluntad y tirar por los suelos los salarios o desmantelar los servicios públicos para regalárselos a los colegas -lo que viene siendo arramplar con todo y aquí paz y después gloria- se necesita primero vivir en una sociedad enloquecida y emparanoiada, enfadada, asustada y convencida de que las reglas sociales son una trampa que les impide desarrollar todo su potencial. Y para ello no hay cosa mejor que buscar un chivo expiatorio a quien culpar de todo lo que va mal y a quien acusar de aprovecharse de un supuesto sistema injusto y antinatura montado para favorecer al débil -al vago, al perdedor- frente al fuerte -el genio, el ganador, el esforzado-. Y tradicionalmente estos chivos expiatorios de las derechas desquiciadas y del fascismo son la clase política tradicional y las personas migrantes.

No negaremos que con la clase política tradicional los populismos de extrema derecha lo tienen fácil, pero detrás de cada "todos los políticos son iguales" se esconden un montón de políticos profesionales que aspiran a seguir viviendo de las instituciones sin pegar palo al agua y sin tener que dar explicaciones, empresarios que piensan que los países se gobiernan (tan mal) como ellos dirigen sus empresas -mediante ocurrencias, dedazos y chanchullos- o un puñado de jetas, vividores y John Gottis con conciencia de teflón dispuestos a todo para alcanzar el poder... y vivir del cuento y hacer negocietes. Y para ello no hay nada mejor que alimentar los peores instintos que anidan en cada uno de nosotros.

La política es un juego de espejos cruel en el que no importan las cifras ni la buena marcha de la economía si la sociedad no es capaz de percibir la prosperidad en sus propias carnes. Los macrodatos muestran una imagen de crecimiento pero el espejo nos devuelve un malestar más que palpable, especialmente cuando los estantes de los supermecados se llenan de botellas de aceite de oliva con alarmas de seguridad y los buzones con los nombres de nuestros vecinos van siendo sustituidos poco a poco por cajetines de seguridad y comenzamos a sospechar que los siguientes, probablemente, van a ser los nuestros.

La economía va bien, nos dicen, pero nuestro salario no crece y la cesta de la compra nos cuesta un riñón y ahora nos obligan a pasar un casting para alquilar una habitación cochambrosa a precio de palacete neoclásico o volvernos a casa de nuestros padres, suponiendo que tengamos padres o estos una casa a la que volver. Y es normal que estemos cabreados y nos sintamos estafados. Y es aquí donde se nos presenta la gran disyuntiva que está marcando el devenir de este siglo: o aceptamos que el sistema está trucado de antemano, que esto no es un fallo del capitalismo sino el capitalismo funcionando a pleno rendimiento mediante la explotación, la creación de burbujas y la acumulación de riqueza en manos de una minoría, o les echamos la culpa a los otros -y cuanto más otros parezcan esos otros, mejor-.

España es un país racista. Basta con ver las reacciones histriónicas y ofendidas de la mayoría de nosotros cuando se nos acusa de ser racistas. El racismo en este país lo impregna todo: el lenguaje, las fiestas populares, los estadios de fútbol, las instituciones, la política, las chuches. Estamos tan preocupados en desmentir que somos racistas que no nos paramos a combatir el racismo, a aceptar nuestros sesgos y a hacer autocrítica. El racismo en España es sistémico e interseccional, lo encuentras a izquierda y a derecha, en el Norte y en el Sur, en ricos y en pobres, en hombres y en mujeres. Como sociedad no parecemos dispuestos a aceptar esta realidad cuando nos la señalan desde fuera y siempre acabamos encontrando una buena excusa para justificarla: que qué susceptibles son algunos, que es que ese jugador racializado a quien miles de personas insultaron por su color de piel en un partido es que es mala persona, que es que no se integran, que es que ya no se puede decir nada, que es solo un dibujo gracioso de unos cacahuetes, que es que yo tengo un amigo negro, que es que es que es que...

El racismo está tan aceptado en este país que no solo no pasa factura en las elecciones -lo que no ocurre con el machismo, por ejemplo, que moviliza el voto de las mujeres contra los partidos abiertamente misóginos- sino que da réditos electorales. Si no, no se explicaría que el presidente del Gobierno, en plena ola racista, tras una burda campaña de bulos de la extrema derecha, que intentó sacar partido del asesinato sin sentido de un niño de once años para provocar progromos contra las personas racializadas como los que sacudieron el Reino Unido a principios del mes de agosto, se haya subido al carro alimentando el discurso racista contra las personas migrantes, sacando el mechero en pleno incendio para avivar aun más unas llamas que amenazan con achicharrarnos a todos.

Durante décadas hemos mirado hacia otro lado como si los discursos racistas y la violencia -no solo verbal- contra las personas racializadas no nos incumbieran -hola, Albiol-. Hemos deshumanizado e infantilizado a las personas migrantes, confundido el color de la piel y la religión de las personas con su nacionalidad, obviado la diversidad, negado nuestro pasado colonial y también nuestra (i)responsabilidad histórica y política en las fallidas políticas de descolonización.

El problema viene, por tanto, de lejos y reposa en varias generaciones anteriores a la nuestra, pero el repunte del discurso racista y contra las personas migrantes que estamos viviendo este verano, y que ha escalado en intensidad y agresividad, no es algo casual, responde a un plan. Y al igual que lo ocurrido con el tema de la okupación, en el que el discurso y las mentiras alimentadas y ampliadas en medios de comunicación y redes sociales ayudaron a construir una mentalidad que criminalizó a los arrendatarios para justificar la falta de regulación en las políticas de vivienda, la burbuja de los alquileres y los pisos turísticos, los bulos y el discurso de odio racista están pensados para criminalizar a una parte de la población, inventándose así un problema inexistente con el que alimentar el malestar social, tensar el clima polítco, arrastrar a otros partidos a comprar el marco mental de que las personas migrantes constituyen una problema y poder ganar, finalmente, las elecciones (y así poder hacer negocio).

La victoria de la extrema derecha en las elecciones regionales en Turingia con la que hemos estrenado por todo lo alto este mes de septiembre, con todo lo que tiene además de simbólico y aterrador, es la prueba palpable de que el discurso racista se está haciendo fuerte en una parte de la población europea, que se está dejando llevar por las mentiras y los prejuicios que campan libres en unas redes sociales que solo se preocupan por tapar pezones femeninos y por cerrar cuentas críticas con sus millonarios dueños. Los partidos políticos, especialmente aquellos que todavía se autoperciben como progresistas y demócratas, tienen la obligación moral y política de combatir el racismo y los discursos de odio y de ponerse manos a la obra en hacer política de verdad, política con la que, aunque no se impugne el capitalismo, al menos sí se ponga freno a muchos de los excesos que nos están llevando al abismo y a la desesperanza. Cualquier tentación, por tanto, de comprar y aceptar el marco mental que se nos está intentando imponer por parte de las derechas desquiciadas, mientras se siguen ignorando los problemas reales de la sociedad, no hará más que alimentar el odio, el malestar social y las opciones electorales del fascismo. Pero somos los ciudadanos de a pie quienes tenemos la responsabilidad última de plantar cara a las mentiras y al odio, de entender que solo confiando en la amabilidad de los extraños podemos vivir en paz y construir comunidad.

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