Hace unos días tuve que llevarme casi en volandas a mi novio a urgencias en un taxi. Mientras atravesábamos angustiados el centro de Madrid, nuestra marcha se ralentizó al coincidir con un tuk tuk, uno de esos vehículos para turistas que parecen duplicarse cada semana, y en cuyo interior una pareja atendía a medias las explicaciones del conductor-guía. De poco sirvió el apremio del taxista en unas calles en las que era imposible adelantar a esa especie de motocarro berlanguiano, que avanzaba perezoso para que aquellas personas pudieran sacar distraídamente fotos con el móvil.
Horas después, ya con mi novio enchufado a un gotero y medio dormido, me acordé de ese momento. De la manera en que la ciudad, como sin pretenderlo del todo, había favorecido con su disposición y ordenamiento el paseo de los turistas a la urgencia de sus habitantes. Ni el conductor ni los visitantes tenían la voluntad de retrasarnos ni sabrán jamás que lo hicieron; su sola presencia y la complicidad sutil del recorrido fue suficiente.
Me fui imposible no pensar, siguiendo el recorrido inverso del día, en que si hubiera necesitado ayuda para bajar a mi novio hasta la calle no la hubiera encontrado en el piso de enfrente, que desde hace tiempo es uno más de ese 93% de pisos turísticos de la capital que no cumplen con la ley. Ningún matrimonio alemán de sonrisa bonachona, ningún grupo de chicas estadounidenses sacadas de una peli de instituto, ninguna familia enrojecida por el sol aún impertinente de septiembre lo habitaba ese día.
Como vivimos bastante céntricos, para más inri el hospital que nos corresponde es la Fundación Jiménez Díaz, así que todo este tren de pensamiento lo estaba teniendo en mitad del gran buque insignia de la "colaboración público-privada" de la ciudad. Prácticamente a la vez, la empresa que lo gestiona –Quirón– estaba recibiendo 104 millones de euros de la Comunidad de Madrid, tiempo después de enterarnos de que es la principal fuente de ingresos de otro novio, el de Isabel Díaz Ayuso. Preferí dedicar el resto de las horas que allí pasamos a un simulador de Pac-Man que me descargué.
Algunos días después, con el susto ya fuera del cuerpo y la rutina desplegándose como una enredadera, me costó recuperar estas piezas y formar con ellas una imagen en la que encontrar sentido. La necesidad de seguir adelante con el trabajo y todo lo que queda fuera del trabajo descompone rápido la extrañeza de haber visto cara a cara los efectos palpables de esas transformaciones globales sobre las que tanto discutimos en términos abstractos.
Los debates sobre turismo, sanidad pública o espacio urbano, a menudo encendidos y casi siempre sin conclusiones claras, se habían solidificado delante de mí aquel día sin que pudiera hacer nada. Acaso resignarme a no volver a tener vecinos, a convertirme en una transacción con la que algunos mercadearán cuando me ponga enfermo, y a esperar paciente mi turno en una ciudad que va mutando cada vez más rápido en un escenario de sí misma. Que va pasando de Madrid a #Madrid.
¿Será posible que el gran conflicto de mi tiempo sea el de los ciudadanos enfrentados a sus vacaciones? En pie de guerra contra lo que todos queremos ser un par de semanas al año, ¿no?, personas despreocupadas que habitan otros puntos del planeta. Grandes capitales, ciudades por descubrir y pueblecitos con encanto que se esfuerzan por ofrecernos una experiencia tan cómoda y sencilla que no haga falta más que trasladarse allí y dejarse llevar por los circuitos que nos señalan. Puertas con códigos, cafés de especialidad, menús en una lengua conocida y un cartel enorme con el nombre de la localidad en una plaza céntrica, para que lo distingamos del resto de lugares cuando recorramos nuestro perfil de Instagram.
Como Madrid no está tan explotada aún como Barcelona, Málaga, las Islas Canarias y tantos otros ejemplos –al final va a ser una suerte que aquí no haya playa ni un monumento icónico a nivel global– la depredación del turismo es todavía chocante. En los bares, en las terrazas y en nuestros salones minúsculos nos reunimos con amigos y hacemos recuento de bajas: a quién más han echado de su piso para poner un Airbnb, qué local al que íbamos ha multiplicado sus precios tras una cuca remodelación, qué puesto del mercado ha dejado de ser una charcutería para dedicarse íntegramente a los derivados del pistacho.
Lo más perverso de esta metamorfosis de los espacios públicos y domésticos devenidos en negocio, es que a quienes nos ponen enfrente es a gente como nosotros. ¿Con quién podríamos encararnos? Desde luego no con el chaval contratado a saber en qué condiciones para pasear a los turistas de acá para allá, ni con la mujer que veo trajinar cada pocos días en el piso de al lado, limpiando y sacando la ropa de cama en una bolsa de Ikea para seguramente lavarla en su casa.
Tampoco sería del todo justo con los propios visitantes: quienes arrastran sus maletas con estruendo escaleras arriba o quienes penetran curiosos en el pub donde estamos tras verlo en un Tiktok hemos sido y seremos también nosotros. Lo hemos sido en aquellos viajes a Londres o París, inconscientes todavía de lo que la presencia masiva de gente como tú y como yo le hace una ciudad a base de billetes de avión a 12 euros; y lo seremos cuando viajemos y haya que ceñirse al presupuesto.
Sé que hay una reflexión más profunda y compleja que hacer sobre todo esto, una que desborda las fronteras de esta columna y, a buen seguro, la capacidad de acción de quien la escribe y de quien la lee. También estoy convencido de que no es casualidad que los hombres más ricos del globo –hombres, insisto– anden a la carrera por ser los primeros en consumir y ofertar turismo espacial. ¿Dónde mandar a la gente que ya ha dado la vuelta al mundo, y que ha logrado convencernos de que el éxito consiste, en buena medida, en ampliar la lista de países que hemos visitado? Un éxito en el que además no importa la escala: tres siempre será mejor que dos y sesenta mejor que cincuenta.
Mientras, el espacio interior –el de las calles, el de las casas que pagamos a bancos o arrendadores– se estrecha cada día con el objetivo de poder ofertarlo a la mayor cantidad de gente posible. Ya ni siquiera se trata del centro estricto de las ciudades; sin salir de Madrid, hace poco un fondo buitre se ha comprado medio Puerta del Ángel, uno de esos barrios en pleno proceso de envasado y distribución, mientras artículos de prensa y reels en vídeo los exploran para mostrar su efervescente vida y encantadora personalidad, mientras la gente que lo ha dotado de esa vida y esa personalidad lo tiene cada vez más crudo para seguir viviendo allí.
No tengo conclusiones, no sé lo que hay que hacer. Mientras cuento todo esto planeo en algún momento del futuro un viaje a Nueva York, donde comprobaré quizás el mayor exponente de lo que quienes sí tienen capacidad de acción quieren para nuestras urbes (aunque en la misma capital americana ya estén explorando los límites de ese modelo). Soy el primero al que cada vez le resulta más inconcebible que, mal que bien, vayamos aguantando esta tensión invisible que cada vez nos pone más obstáculos tangibles en frente.
Yo pude atender a mi novio porque ese día trabajaba en casa. Pude permitirme pagar un taxi para llevarle al hospital. Puedo seguir sufragando el alquiler de la casa donde escribo estas líneas porque llevo aquí cuatro años –entonces era un alquiler medio caro, se habrá quedado baratísimo cuando cumpla el contrato–. Me doy cuenta de los puestos que desaparecen en el mercado porque puedo hacer la compra en el mercado. Y con todos mis privilegios, noto bien cerca el aliento de la expulsión, de la distancia (¿desde cuándo es un capricho vivir donde uno tiene el trabajo y la vida?), de la renuncia a habitar el lugar que he escogido y a llevar la vida que deseo y que me esfuerzo en mantener.
No me creo que haya que elegir entre vivir y viajar. Pero, llegado el caso, elijo la vida. Si contemplar las pirámides de Egipto, navegar ante las cataratas del Niágara y volver a posar frente la Torre Eiffel es a lo que tengo que renunciar para que no me suban el alquiler y no tener que hacerme 45 minutos de metro para ver a los amigos, firmo ya. Pero sabemos que no es así. Y que, mientras me debato o no en hacer clic en la oferta de Iberia que me ha salido consultando noticias para este texto, algún tuk tuk corta el paso de alguien que pese a todo sigue apostado por una vida aquí mientras la ciudad bosteza indiferente.
Comentarios
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