En 1988, Edward S. Herman y Noam Chomsky publicaron un libro al que siempre regresamos cuando queremos explicarnos el poder uniformador de los medios de masas. Los guardianes de la libertad tiene un regusto viejo a guerra fría y tal vez por eso, por su aparente caducidad, se ha vuelto más actual que nunca en un mundo que ha empezado a coser nuevos telones de acero. Todo antagonismo político se reviste de propaganda. Es por eso que las empresas de comunicación tratan de movilizar odios y simpatías mediante un cuidadoso teatro de gritos y de silencios, de énfasis y de omisiones.
El libro explota una idea original del periodista Walter Lippmann: los consensos sociales no obedecen a la espontaneidad ni a las leyes naturales sino que son confeccionados a conveniencia en periódicos, radios y televisiones. La opinión pública es cambiante, antojadiza y susceptible ante el impacto emocional de cualquier nuevo evento. En consecuencia, nuestra clase dirigente no escucha las demandas populares sino que las moldea a favor de unos intereses determinados. Lippmann lo llama "manufactura" del consenso o el consentimiento. "Consensuar" y "consentir" pertenecen al mismo nicho etimológico. Se trata de "sentir" conjuntamente, pensar conjuntamente.
Nuestras democracias liberales se fundan sobre los consensos mínimos del colonialismo, el imperialismo y la economía capitalista. Existe libertad de expresión siempre y cuando las opiniones disidentes sean minoritarias y no pongan en peligro ciertas unanimidades. Existe el pluralismo electoral a cambio de que el voto sea pastoreado por los angostos rediles del libre mercado. Y en esa permanente pugna de poder, los medios de comunicación hegemónicos han quedado en manos de bancos, fondos de inversión y trasnacionales. Apenas hace falta la censura allí donde un puñado de multimillonarios deciden qué opiniones deben monopolizar el paisaje mediático.
Ahora, con el recuerdo reciente de los misiles iraníes en el cielo de Israel, tenemos la oportunidad de comprobar si Herman y Chomsky estaban en lo cierto. Basta recurrir al antiguo método de los dobles raseros y las comparaciones. Tras una mirada rápida a los ataques del 7 de octubre en las inmediaciones de la frontera de Gaza, comprobaremos que nuestra clase dirigente repitió con un sonoro estribillo que Israel tenía el legítimo derecho a defenderse. La idea era tan unánime y clamorosa que hasta obtuvo eco en numerosos foros progresistas. Quien no se adhería al festín ni daba palmas descerebradas era tachado de amigo de Hamás y, por ende, de terrorista.
Por una simple cuestión de simetrías, parece razonable formularse ahora una serie de preguntas. ¿Tenía Irán derecho a la legítima defensa después de que Ismail Haniya hubiera sido sido asesinado en Teherán? ¿Tiene Irán derecho a formular una respuesta armada después de que Hassan Nasrallah haya sido asesinado en Beirut? ¿Tiene derecho Irán a unir fuerzas con la resistencia palestina después de que la comunidad occidental haya avalado el genocidio en Gaza sosteniendo militar y diplomáticamente al régimen de Benjamin Netanyahu? Ahora los grandes titulares guardan silencio o invierten el valor de sus principios y se deshacen en condenas.
En este nuevo consenso prefabricado, Oriente Medio se precipita hacia el desastre por culpa de Irán y no a raíz de la masacre sistemática que está cometiendo Israel en la Franja de Gaza. El mismo adanismo intelectual operó hace ahora un año, cuando nuestra prensa libre reprochaba a Hamás haber dado inicio a la guerra. Como si hasta entonces Israel no hubiera vulnerado la legalidad internacional de forma tozuda e impune. Como si nunca hubieran existido las matanzas de la Operación Plomo Fundido o la Operación Margen Protector. Como si la expansión colonial israelita no fuera el resultado de un longevo proyecto de limpieza étnica.
Dice la Policía de Berlín que ha arrestado a un joven de 25 años por publicar en sus redes sociales el vídeo de una manifestación en la que se corea el lema "Desde el río hasta el mar". Infieren los astutos uniformados que el detenido aboga por la disolución del Estado de Israel e incurre, por tanto, en una peligrosa fantasía delictiva. En Tenerife, sin ir más lejos, la Policía española denunció por un supuesto delito de odio a diez personas que difundieron mensajes a favor de la causa palestina y contra la invasión de Gaza. También aquí Herman y Chomsky tienen razón: la libertad de expresión siempre termina chocando contra el límite intocable de unos pocos consensos artificiales.
En el universo occidental, Israel acapara algunos de esos consensos. ¿Por qué es imposible cuestionar la mera existencia del Estado de Israel sin asumir una aventurada acusación de antisemitismo o arriesgarse a un delirante proceso penal? ¿Por qué no es posible plantear, siquiera como horizonte de esperanza, el establecimiento de un estado laico donde puedan convivir en paz tanto árabes como judíos y cristianos? La respuesta habla por sí sola: porque esto no va de éticas ni de guerras ni de paces sino de geopolítica. De intereses comerciales. De poner una pica en el Flandes de Oriente Medio a mayor gloria del imperio estadounidense y sus comparsas europeas.
Dicen Herman y Chomsky que la propaganda occidental regula con gran picardía nuestra percepción sobre las víctimas de los "estados clientes". A menudo, los muertos palestinos quedan reducidos a un frío número en sordina, un daño colateral o una estadística. Otras veces, se ofrece un reparto equitativo de culpas entre Israel y Hamás sin atender a la disparidad de fuerzas. Y muchas otras veces, en medio del olor a sangre y pólvora, se normaliza la presencia de Israel en competiciones deportivas, en festivales de música, en espectáculos televisivos que lo muestran como un pueblo hermano, democrático y blanco frente al salvaje fanatismo islamista.
Pero no hace falta leer a Herman y a Chomsky para entender que esos consensos son artificiales, trajes a medida de nuestras élites, pamplinas noveleras de aquellos que aún hoy continúan remitiendo armas a Tel Aviv y extrayendo dividendos de la sangre palestina. Un informe reciente del Centre Delàs sobre el negocio bélico señala a Estados Unidos pero también a las principales entidades bancarias españolas, las mismas que aparecen como accionistas o acreedoras de los grandes grupos de prensa. Fabricar consensos sociales acarrea un alto precio. Y solo unos pocos poseen el capital necesario para pagarlo.
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