Otras miradas

Ahora no toca

Jonathan Martínez

Ahora no toca
Varias personas limpian entre coches amontonados en Alfafar, Valencia. Carlos Luján / Europa Press.

Puede que suene a historieta de veterano de guerra, pero hubo un tiempo no muy lejano en que reventó una crisis inmobiliaria en Estados Unidos. La economía entera se constipó. Trabajadores de cuello blanco salían de las oficinas de Lehman Brothers cargando con sus pertenencias en cajas de cartón. Hubo familias que perdieron sus casas, perdieron sus ahorros, perdieron sus vidas. Por lo visto, el sueño americano no era otra cosa que un festín de usureros y prestamistas. Un sálvese quien pueda. Una esclavitud de hipotecas leoninas que se fueron al cuerno en cuanto crecieron los tipos de interés.

La crisis tardó medio minuto en cruzar el charco. También por estos lares habíamos vivido seducidos por la cultura de la propiedad y se nos exhortaba a comprar inmuebles mediante hipotecas ventajosas que en realidad tenían algo de cadena perpetua. Chapoteábamos en los valores del individualismo a la par que nos inculcaban un patriotismo de clase media. Era el lenguaje de la competitividad. De la desconfianza mutua. De hincar el codo al vecino para salir en la foto. Los sindicatos parecían una cosa antigua y las redes vecinales habían dejado de tener sentido en las nuevas urbanizaciones blindadas con circuitos de alarma y alambres de púas.

Cuando todo saltó por los aires, la película mudó de género. De pronto, las instituciones públicas acudían a socorrer a los bancos y las empresas. En las navidades de 2010, el rey Juan Carlos nos invitaba a aunar esfuerzos contra la crisis. Unos meses atrás, varias personalidades impulsaron una campaña publicitaria cargada de optimismo que llamaba a arrimar al hombro con un lema entrañable. "Esto solo lo arreglamos entre todos". En fin, solo el pueblo salva al pueblo. De pronto todo el mundo parecía comunista. Con los años supimos que el rey regateaba millones a Hacienda y la dichosa campañita llevaba la firma del Ibex 35.

Hay cinismos que envenenan las entrañas. En medio de aquel trance, la narrativa oficial presentaba la crisis económica como una suerte de fenómeno meteorológico cuyos efectos nadie fue capaz de prever. La realidad, en cambio, demuestra no solo que hubo voces de alarma sino que fueron ignoradas cuando no ridiculizadas y tachadas de agoreras y aguafiestas. De modo que en las calles de la crisis se enarbolaban mensajes más contundentes. Que la paguen ellos, decían las pancartas indignadas. Que la paguen aquellos que estrujaron hasta la hiel la gallina de los huevos de oro y ahora nos obligan a abonar la reforma de la granja.

Dice el filósofo Jean-Pierre Dupuy que nuestras sociedades han desarrollado una suerte de ceguera moral que nos impide prever la catástrofe. Estamos tan entusiasmados con nuestros avances tecnológicos o nuestras cuentas de beneficios que somos incapaces de aceptar los efectos que desencadenarán nuestros actos. Es por eso, dice Dupuy, que tendemos a recibir con incredulidad el anuncio de un cataclismo. Incluso cuando nos informan de antemano no terminamos de creernos los datos que con el tiempo resultarán evidentes. Queremos pensar que el apocalipsis es algo que solo existe en los dominios de la ficción. Y no aprendemos.

La crisis económica no ocurrió por azar sino que llevaba nombres y apellidos. Pero es que ni siquiera los fenómenos meteorológicos pueden entenderse como un tropiezo fortuito o una suerte de capricho divino. En primer lugar, porque el método científico nos permite evaluar la incidencia del calentamiento global y aventurar ciertas previsiones. En segundo lugar, porque los desastres tal vez sean naturales pero las políticas de prevención y gestión responden a la voluntad humana. Y detrás de una persona puede existir tanto la negligencia como la incompetencia como un mezquino ánimo de lucro.

En febrero de 2010, mientras las televisiones nos incitaban a repartir las culpas de la crisis económica, la ciudad francesa de La Faute-sur-Mer recibió un parte meteorológico de viento y lluvias. Por la noche, el mar empezó a penetrar en las casas con tanta virulencia que se llevó por delante a veintinueve personas. El científico Freddy Vinet explicó que la tormenta no tenía nada de excepcional, pero el aumento del nivel del mar había multiplicado su potencial devastador. Se refería al cambio climático. Tras el ciclón Xynthia fue necesario demoler seiscientas viviendas. Después se conoció que las autoridades habían permitido la construcción en zonas que sabían inundables.

La ex ministra Corinne Lepage fue la abogada de las víctimas y señaló a los responsables: "había una legislación contra el riesgo de inundaciones y no se aplicó". El alcalde René Marratier había obviado las advertencias a mayor gloria de un urbanismo desaforado. Su adjunta, Françoise Babin, tenía terrenos en propiedad y engordó el patrimonio familiar a golpe de decreto. Lepage, que venía de defender a los afectados por la marea negra del petrolero Erika, siempre consideró que los delitos ambientales gozan de mayor impunidad y que a menudo se deposita toda la responsabilidad sobre las víctimas.

Ahora no toca buscar responsables sino aunar esfuerzos, nos repiten. Olvidemos el urbanismo tumultuoso del litoral mediterráneo y la ocupación de terrenos inundables. Pasemos por alto las gracietas medievales de quienes han negado el cambio climático desde butacas de gobierno. Permitid que una gran cadena de supermercados envíe a sus empleados al diluvio universal. Seamos clementes con aquellos que suprimen unidades de emergencia. Escupid sobre las tumbas de los meteorólogos, rezad una novena a la virgen y nombrad vicepresidente a un torero. Esto solo lo arreglamos entre todos. Y aquí paz y después gloria.

Más Noticias