Otras miradas

Cómo conocí a Facundo

Irene Zugasti

Cómo conocí a Facundo
Facundo, militante del PCE en Bruselas, recientemente fallecido

Conocí a Facundo en el lugar donde siempre estuvo desde hacía 45 años: en un local con nombre de poeta fusilado, en un barrio obrero de Bruselas.

Le recuerdo esa primera vez, recibiéndome sonriente al fondo de una salita con chimenea, decorada con un retrato de Marx, con carteles y proclamas de ese viejo mundo que se ha quedado detrás de nosotros. Su pelo blanco, su sonrisa limpia, sus manos grandes; todo en él era un abrazo, una bienvenida. Yo, que había llegado sola a una cuidad hostil, no sabía que en esa tarde gris había encontrado un camarada, un amigo, una familia y un hogar que iban a quedarse para siempre.

Facundo se marchó hace dos noches. La noticia nos ha partido el corazón de una forma que no sé describir. Pero permítanme intentarlo, pues sé que, como yo, somos muchas personas las que necesitamos convertir hoy este dolor y este vacío en el amor profundo e intenso que sentimos quienes tuvimos la suerte de conocerlo, de caminar con él por las calles de Saint Gilles.

Era certero, llano y directo, pero como siempre solía tener razón en lo que decía, nunca ofendían sus verdades, que además eran verdades con acento de Zamora, un acento que no perdía ni cuando hablaba en ese francés suyo que aprendió a golpe de calle.

También era valiente, hubo de serlo a la fuerza. Con once años dejó la escuela en su pueblo y pocos años después siguió a su hermano a Luxemburgo, como emigrante ilegal y en la clandestinidad política. Como tantos otros emigrantes del franquismo, trabajó mucho, muchísimo, y con su trabajo levantó a pulso los cimientos, las minas, la industria de una Bélgica que en los años 60 prosperó sobre los brazos de hombres y mujeres como Facundo.

Estaba jubilado desde hacía años, pero de la militancia, si es de corazón, uno nunca se jubila. Acudía puntual a cada reunión, cada acto político, cada manifestación, allí donde fuera útil. Pagaba, concienzudo, de su pensión, sus cuotas sindicales, su suscripción al Mundo Obrero, o la lotería del partido que me regalaba en Navidad. Sólo él sabía donde se guardaba la paellera, dónde se almacenaban los panfletos, y mientras tuvo su coche, nunca negaba un viaje si con ello podía echar una mano, cargar unos trastos, acercarte a casa. Sus chorizos a la sidra en el Primero de Mayo eran famosos por méritos propios, como lo eran sus paseos por la Barrière y el Parvis de su barrio, charlando con los vecinos, tomando, como él decía, "un vaso" con algún compañero. Tenía amigos de todas las edades, de todos los lugares. Algunos llegaron en tren, hace mucho tiempo, otros huyendo, o de paso, y otros buscando en Bruselas un futuro mejor y más digno, no hace tanto. Como yo. A todos acogió y escuchó. Los jóvenes, me decía, le contagiábamos alegría. Lo que él no sabía es que su eran entusiasmo y su valor lo realmente contagiosos.

Cuando le conocí, no quería saber nada de las redes sociales ni los teléfonos móviles. Seguía escribiendo cartas a mano, como aquella que redactó para pedir más minutos de homenaje para Marcos Ana en la televisión. Pero terminó por aprender a usarlos a fuerza de pandemia, y desde su tableta, como él llamaba, veía los canales de noticias españolas todos los días y conocía cada tertuliano, cada debate, mejor que yo. Creo que, en su exilio, Facundo se dejó un trocito del alma en esa España que tan mal le trató y que, sin embargo, nunca dejó de querer, de mirar y escuchar. Luego, me decía, cuando se peinaba frente al espejo, o cuando caminaba por la calle a hacer recados, o de camino a la petanca, contestaba mentalmente a cada tertuliano, a cada mentira televisada, a todos ellos, con sus verdades irrefutables.

Facundo aún pensaba que pegar carteles a las salidas del metro y en las avenidas era el mejor altavoz revolucionario, tenía desgastadas las aceras de su barrio tras cinco décadas de subir y bajar la calle dejando panfletos en los buzones con apellido español. No tengas prisa, me decía; esto de la revolución es para toda la vida. Él, que había visto tanto: Cuba, el 68, los chinos, lo de Grimau, la Transición, lo del muro, los indignados del 15M, las traiciones, las coaliciones, las esperanzas. Si había algo que celebrar, compartir su felicidad multiplicaba la alegría; si venían malos tiempos, apretaba los puños, me decía, para seguir. Venceremos.

Con él aprendí lo importante que era hablarse, cuidarse, acompañarse, ser camaradas de lo bueno y lo malo, de las bodas y los funerales, de las bienvenidas y las despedidas, que en el exilio de Bruselas se hicieron durante décadas en esa casita con nombre de poeta granadino que se fue vaciando poco a poco. En mis peores momentos, él y Margarita, su Margarita, siempre me abrieron su casa, ese salón donde anochecía jugando al Rummikub y charlando tras comer más de lo que debería. Hoy, compartiendo los recuerdos de tanta gente, sé que como a mí, ayudaron a otras muchas personas. Una trucha a fin de mes, un paracetamol, una llamada de "aliento", como él decía. Hay muchas formas de querer, pero él las practicaba todas.

A veces paseábamos a su perrita por el parque de Duden. A veces bebíamos cerveza con queso en bares oscuros. Una vez vino a Madrid, y le enseñamos Vallekas. Él hablaba y yo le escuchaba y guardaba cada anécdota con la esperanza de algún día, poder escribirlas todas. Y en ese primer y crudo invierno fue mi lumbre y sin quererlo, el mejor de mis maestros. Podría decir que era mi mejor amigo allí. Pero era una amistad difícil, porque él no iba a volver, y yo no quise quedarme. Y aún así, nunca, nunca me ha faltado una llamada de teléfono. Siempre saludaba con Aló, siempre se despedía con un ¡Salud!.

Facundo guardaba desde hace siete años esta misma carta que le dediqué y la llevaba orgulloso, dobladita en la cartera. Hoy he tenido que reescribirla en pretérito perfecto y con los dedos temblorosos. La última vez que hablamos por teléfono, su gran ilusión era venir, en septiembre, a las fiestas del Partido. Maldita sea, Facundo. Yo no sé si venceremos, pero tú ya has vencido. Pienso -pensamos- celebrarte en casa paso, multiplicando la alegría, apretando los puños cuando toque. Como me ha dicho Gonzalo, otro buen compañero, ojalá de mayor podamos ser el Facundo de otros camaradas. Ojalá lo hagamos tan bien como tú.

Facundo era un comunista, en el mejor sentido en que se puede serlo, porque era militante de la bondad. Y ser, como decía Machado, en el buen sentido de la palabra, bueno, es lo mejor que alguien puede dejar en su paso por la vida. Salud, Facundo. Te queremos mucho, muchísimo. Te quiero.

Más Noticias